Ilustración: Alen Lauzán.
Los melancólicos años 2000 comenzaron y terminaron para mí con la tragedia de Elián. El niño había aparecido en una balsa rodeada de delfines y su madre había muerto ahogada en el mar. Los tíos del Exilio, aquellos extraordinarios González que parecían sacados de un episodio de ¿Qué pasa USA?, lo bañaron, le cortaron el pelo, lo vistieron, lo llevaron a Disney y le prometieron una vida buena en tierras de libertad.
Una vida en “Vietnam”, el barrio de aluvión construido con desechos humanos en los Territorios del South West, nuestro vilipendiado Soweto, donde Celia Cruz era Miriam Makeba y Roberto Martín Pérez un Mandela corregido y mejorado. En ese régimen de apartheid vino a caer Elián.
Entonces, el genio del mal que reinaba en la Isla de Nunca Jamás exigió la devolución del prodigio. Entró con sus tropas en Varadero, amenazó al padre lacayo y convocó manifestaciones de zombis en todas las plazas del país.
Los yanquis respondieron de este lado del foso, como era de esperarse de los yanquis. Invocaron algún legalismo, que esta vez tenía que ver con la patria potestad, a sabiendas de que la potestad del exilio supera, desde los tiempos de Ellis Island, cualquier vínculo de sangre o nación.
Continuando una práctica asociada a Sumner Welles, Herbert Matthews y Ted Turner, los gringos volvieron a romper lanzas por la Revolución.
Sin embargo, la tesis del Exilio era simple: si el niño era abortado, si lo enviaban de vuelta al útero patriarcal, sería transmutado en zombi. La reeducación castrista inoculaba los cerebros infantiles con una sustancia deletérea. ¿No conocían los gringos La naranja mecánica? Pues bien, Fidel Castro era la guayaba asintótica. Sus emisiones venenosas mongolizaban a diestra y siniestra, y hacían que la niñez creyera cualquier paquete.
El falso camarero de Varadero era cómplice de Castro, según los cubanos del Versailles, y las abuelas satánicas venían a manosear los genitales del niño. Únicamente una monjita católica, resguardada por la fortaleza espiritual de la Diáspora, podría contrarrestar los designios malévolos de Moloch. Esa monja apareció y, por un instante, casi salva la situación. ¡Pero, ay, solo por un instante!
El autor protesta frente a la casa de los González, Vietnam, Pequeña Habana, abril del año 2000.
Como era de esperarse, los gringos no comprendieron nuestra escatología y, en un arranque irrazonable, típico de gringos, pusieron sus mejores abogados al servicio del castrismo pedofílico. La brujería revolucionaria había penetrado Miami, y no faltaron quienes vieran en el niño al Eleguá de Castro.
La fiscal Janet Reno descartó las abstrusas razones de los cubanos y falló a favor de una interpretación americana del infantilismo izquierdista. Era ella una bruja brutal entrometida en los asuntos internos del gueto de Flagler, donde, para colmo, había vivido toda su vida en vecindad con los gusanos.
Una madrugada de la Semana Santa, la Poncio Pilatos mandó a sus centuriones a asaltar el pesebre de Little Havana, ese Belén de los pastores, y devolvió a Elián a la cárcel de la que lo había liberado su madre, santa Elizabeth Brotons, sacrificada a los tiburones durante el reinado de Calígula.
Secuestrado el niño, los González de Miami se transformaron, de la noche a la mañana, en insignificantes roedores. La narrativa castrista había conseguido minimizarlos, ningunearlos y borrarlos del mapa. Tal y como había augurado el Exilio, Elián fue lobotomizado por el Máximo Líder y convertido en uno de los más portentosos gilipollas de la historia de las juventudes fascistas.
¡Qué maravilloso acto de creación ex nihilo! Una nadería, un cero a la izquierda, una musaraña salida de la mente de Voldemort, convertida en criaturita acunada en brazos de Martí, monumento de bronce al abuso infantil. Una antigua profecía de Selecciones del Reader’s Digest, nos había advertido que los rojos comían niños y robaban cunas… ¡y no le creímos!
Mientras tanto, Elián, el fantoche, se casaba, se estancaba, engordaba, paría hijas, lamía botas, despotricaba en discursos de balcón y, finalmente, entraba a la Asamblea Popular de un régimen impopular que había mancillado la memoria de su madre y la de todas las madres muertas en el Estrecho de la Florida. Los hermanos Grimm eran unos comemierdas comparados con Fidel, el narrador supremo, el Geppetto de Elián.
En último análisis, la increíble historia de Elián González y su entrada triunfal al Parlamento de los Pollinos contiene un elemento positivo: la definitiva vindicación de la sapiencia exílica, la certificación de la superioridad del cubanoamericano en tanto zoon politikón, la consagración del oráculo miamense, cuyo asiento terrenal es el Versailles.
Hoy comprendemos lo edificante del paradigma Eliancito: la primera batalla por el alma de la infancia en el Territorio Libre de la Florida y la negación de cualquier modelo político que pervierta y adoctrine con tal de entronizarse. Para que el Partido fuera inmortal, el terror castrista confinó la juventud al laberinto de sucesivos exilios. El hijo de Juan Miguel es la imagen icónica de ese genocidio.
¿Qué rogamiento de cabezas podría desbaratar el daño? ¿Cómo aplacar las almas de los 11 ahogados que viajaban con Elizabeth en la balsa de Medusa? Los Tres Juanes se han quedado chiquitos y la Virgen no se compara a la divina balsera. Deshacer el maleficio podría tomar 100 años y otras tantas monjitas exorcistas, si es que antes Elián, Ilianet y la pequeña Eliz no llegan a Palacio, o deciden buscar a un González que los patrocine.
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