Ilustración: Alejandro Cañer.
Es Disney World, Orlando, Florida, noche de viernes. Reencontrándonos, mi prima y yo, para vivir una experiencia en un resort y en los parques de atracciones con la idea de que, luego, yo la escriba y lleve al papel en Diario Las Américas.
Ella ha salido de Houston, se ha montado en un avión y la han bajado por problemas técnicos antes del despegue, pero dos horas después ha llegado a Orlando. Le he pedido un Uber y le doy instrucciones al chofer para que la deje en Casitas 4, en el Coronado Resort, pero el socio conductor la deja del otro lado, a 17 minutos caminando si uno tiene buen ritmo, así que iniciamos videollamada y, como es ella la que tiene maleta y acaba de llegar; después de invocar a la progenitora del Uber driver le digo que no se mueva de allí, que la busco yo.
Entonces, en lo que pienso que el Uber driver merece un mal review que me dolería hacer porque yo sé bien lo que es ser socio conductor de Uber por unos seis dólares la hora, pasa un ángel que habla inglés, no español, pero me entiende y me lleva de la parada dos a la uno, solo que de regreso no puede montarnos a ambas en el carrito de conexión y esperamos un bus que no tarda casi nada en llegar y recogernos a pesar de que ha terminado su itinerario.
Ya en Casitas, entramos a la habitación, listas para hacer un pedido de comida mediante una aplicación de Disney, pero al no funcionar a esa hora, 1:00 y tanto de la madrugada, en este hotel específico, decidimos pedir Uber Eats.
Me sabe un poco mal estar del otro lado, en la posición del que pide que le lleven la comida a la boca pero concluyo que estamos pidiendo por necesidad, no por comodidad. Para que sea lo más rápido posible nos decidimos por McDonalds, a fin de cuentas, es una franquicia probada, y esperamos por el pedido mientras vemos alejarse al carro, una y otra vez, del punto de entrega, hasta que, finalmente, nos comunicamos y encontramos en la escalera a quien resultó ser la socia conductora. Una caboverdiana a la que primero di por brasileña, portuguesa o angolana y que estaba en su segundo día de trabajo en Uber Eats. Sin perder tiempo agradecí y le pedí un abrazo y una foto. “Yo también hago deliveries por Uber Eats”, le dije, y aproveché para preguntar cómo le estaba yendo en esos primeros días que pueden ser frustrantes, pero resuelta me responde que una amiga le pasó unos tips y solo acepta pedidos de más de seis dólares a unas tres o cuatro millas; no maneja más ni por menos.
La aplaudo y vuelvo a pensar en las más de 60 entregas que he realizado y en las tantas que han sido de dos o tres dólares. La muchacha se va y cuando debemos volver a la habitación para disfrutar del pedido, empieza la tragedia griega que incluye una puerta cerrada y una llave que se bloquea.
Probamos pasando la tarjeta/llave varias veces hasta que nos damos por vencidas e intentamos ir a recepción, pero con la misma volvemos porque vemos los carteles de alligators y serpientes; nos tropezamos un conejo, me acaricia, listo para picarme un alacrán. Sabemos que estamos en el pantano de Florida, y lo respetamos.
Así que de regreso al edificio solo queda llamar al front desk del resort a ver qué pueden hacer por nosotras. Hablo yo, en inglés con barreras, y me contestan que debo llamar a otro número. Donde debo decir card, suena simplemente car, locked, y enseguida la chica interpreta que tengo un carro y que está bloqueado. No me entero de esto hasta que llamo al otro número, vuelvo a explicar la situación, me preguntan qué tipo de card tengo y digo que una estándar, como todas, amarilla y con un logo de Mickey Mouse; cosa que le hace tremenda gracia a la chica de Servicio al Cliente porque, ¿a quién se le ocurre contestar que tiene un carro amarillo como todos con un icónico logo de Disney? “What kind of car?”, insiste ella. “Estándar”, sigo yo. Como veo que no me entiende, le vuelvo a explicar que estoy tratando de entrar a my room, y he ahí la palabra clave que desenreda el asunto. “Oh, did you say room? I think you have the wrong number. This is for cars”. Y ahí es que caigo en la cuenta de que me dice “car” y no “cards” y terminamos riendo las dos, o las tres, porque mi prima también está conmigo en todas estas.
De modo que volvemos a llamar al número original, nos responde la operadora hasta que logramos hablar con la persona de front desk, que nos dice que enviará a alguien. Quince o 20 minutos después se repite la operación porque no ha llegado nadie a ayudarnos; llamo tres, cuatro veces, me voy irritando, añado palabras como upset, disappointed repito la historia y el sambenito de que “It’s 3:35 in the morning and we have to wake up so early”. No podremos dormir, nada de descanso.
Intento calmarme pero todo lo que sale es desesperación por entrar a la habitación para poner el cuerpo en reposo bajo la sábana. Cuando pensamos que será otra llamada en vano y bajamos la escalera para volver a intentar llegar al edificio principal a pesar de los alligators, vemos la sombra de un cuerpo que se dirige a la habitación y damos marcha atrás, casi sin creerlo, y allí encontramos a la chica con el rostro más tímidamente servicial que hayamos visto, al punto de que nos da pena haberla hecho venir sola en la madrugada a arreglar el problema nuestro.
Me dice que no es nada, que prefiere salir a estirar las piernas y resolver estas situaciones en vez de estar sentada en vigilancia o penitencia toda la noche, por lo que me animo a preguntarle cuántos incidentes de este tipo se reportan en el resort y me contesta que al menos dos cada noche. Sin querer saber quién habrá sido el otro caso de la noche, si es que lo hubo, me consuelo pensando que cosas como las que me pasan a mí, también les pasan a otros, aunque me parezcan demasiado singulares por no decir estúpidas, por no decir cabronas, por no decir estrambóticas. Y si no me pasaran, seguramente me las inventaría.
Con esa idea en la cabeza cierro la puerta, lista para olvidarlo todo y sumergirme en las horas siguientes, en el mundo de magia que promete ―y cumple― Disney hasta que la carroza se convierta en calabaza y, de regreso a Miami, vuelva a las andanzas de Uber Eats novata driver.
Me convertí en mecánica por una noche, en medio de una entrega
Noche de viernes en Miami, ya sin la magia de Disney y de vuelta a las andanzas de Uber Eats; empiezo a aceptar solicitudes de entrega sobre las 7:30 p.m. El cuerpo relajado tras una terapia muscular, la energía limpia, el universo a mi favor. Qué podía salir mal. En mi cabeza, nada, pero Miami no cree en el universo; Uber Eats menos todavía y me manda al agua sin salvavidas.
Ya he aceptado una entrega cuando noto en la pantalla del blue Nissan Sentra 2017 unas cinco alertas. Figuras que nunca había visto, unas en rojo y otras en amarillo; así que antes de seguir, llamo a los que saben y me explican que el carro puede tener humedad en el cableado eléctrico y algunas de sus partes y piezas. Apago y prendo de nuevo a ver qué pasa y, por suerte, se apagan las alarmas, así que continúo a hacer la entrega para evitar demoras, así que llego al Popeyes de la 67 y la 8, entro, pregunto por las órdenes e interactúo con un par de choferes que esperan también por sus pedidos.
En mi afán sindicalista y gremial les suelto: “¿Y a ustedes cómo les va con esto?”. Uno mueve la cabeza a los lados, lo que interpreto como un más o menos; otro hace gestos con todos los músculos de la cara: ceja levantada, pómulo saliente, quijada y boca hacia adentro. Les muestro que Uber me propone entregas de solo dos o tres dólares, que eso es increíble, insensato, abusivo, y uno me contesta que solo acepta de seis para arriba, pero que se demoran en caer. “Hay que tener paciencia y esperar por las carreras buenas”, me dice.
En eso llega otra conductora novata, lo que entendemos como “temba” y me pide ayuda con la aplicación porque no sabe cómo encontrar el nombre del cliente que debe decir en el mostrador para que el restaurante le autorice y entregue el pedido. Le muestro y le deseo éxito en la aventura, que le auguro más llevadera porque va acompañada por quien parece ser su esposo.
La dinámica, entre dos, es mucho más sencilla. Uno maneja, el otro se baja a recoger y luego a entregar. No se pierde tiempo buscando parqueo, no se arriesga el chofer a dejar el carro en sitios de donde la grúa se lo pueda llevar y, sobre todo, se evita el estrés de estar en misa y en procesión, esto es, en el timón y en la app, en el entorno físico y en el virtual, pensando en el carro y en los restaurantes y en las unidades de delivery, lo mismo una casa con siete rejas que un edificio de 40 pisos.
Con esta idea rondándome, pero sin partner in crime, empiezo a rodar por la calle 8 hasta los límites de Westchester, Fontainebleau y Sweetwater, para llevarles la cena a dos estudiantes de Florida International University (FIU).
Misma operación, llego a la 109 y giro a la derecha, me parqueo afuera de un bar que da la espalda a los edificios universitarios, tomo las bolsas de comida, quito las llaves del carro, apago, cierro y voy al encuentro de los estudiantes que, si bien no dejan mucha propina, al menos tienen la consideración de bajar a recogerla en vez de pedir que suba a llevársela.
Esas son las razones por las que acepto entregas a estudiantes, me recuerdan aquella etapa mía en que estaba “en el hueso”, así como el esfuerzo y el sacrificio. Quedarme con esa idea mientras les digo “Enjoy it” me da mucha fuerza de voluntad para seguir haciendo entregas, si, total, la noche es joven. Inmediatamente le digo que sí a un pedido que habrá que recoger cerca de donde estoy, en un Wendy’s de la 8, pero resulta que al carro le da por volver a encender todas las alarmas y vuelvo yo a llamar a mi camionero favorito, el padre de mi joven novio que está perdido en la mecánica.
El camionero me dice, al ver la imagen de todas las alertas, que no entre en pánico. Pareciera un problema grave porque se habrían humedecido los conductores y por ahí para allá. “¿Tú mojaste el carro hoy, Darcy?”. “¿Quién, yo? Nooo, qué va. Bueno, sí, pero no tanto; bueno, sí, sí mojé el carro hoy”. De hecho, parqueé el carro en un condominio de edificios que con tres gotas de agua se inunda y que, cuando salía de allí, parecía una piscina; así que tuve que buscar las partes donde el agua estaba más baja y la calle más alta para poder escapar. Pero aun así había entrado agua, debía haber entrado para que estuvieran en rojo todas las alarmas. ¿Tendría que reportarlo, se haría cargo el seguro, cómo respondería Uber?
El camionero explica, paso a paso, que lo imprescindible, ahora, es echar aire a las gomas (oxígeno me van a tener que dar a mí si pierdo el Nissan Sentra adquirido, chocado, reconstruido). Para lo demás, habrá que esperar, con suerte, a que mañana le dé bastante sol al carro y seque todo. Estoy parqueada ya en la gasolinera, cerca de la máquina de aire (vacuum), lista para la infladera.
Primero, con torpeza, desajusto la tuercas de la primera goma, con mucha dificultad porque la llanta tapa el agujero donde va la tuerca y me cuesta que los dedos lleguen al orificio y logren darle rosca a aquello, porque en ese momento no sé que la llanta se puede quitar de un jalón para dejar ver la goma, el orificio, la tuerca y el copón divino y poder llevar el cable de conexión de aire directo a la boquita de la goma, al orificio por donde le entra el agua al coco, esto es, el aire. Cuando logro llenar las dos primeras gomas, las delanteras, ya tengo el cuerpo sudado, las manos sucias, ennegrecidas por la grasa y el polvillo que la carretera deja impregnado en las gomas. Antes paso mi teléfono celular por la máquina, con un sencillo toque de Apple Pay reservo cuatro minutos de llenado que no me alcanzarán a la primera.
Ya a la segunda, me preparo mejor, quito las cuatro llantas y las dejo en el piso, aflojo los tornillos para ahorrar tiempo e inicio, goma por goma, el procedimiento: jala el cable, quita la tuerca, echa el aire, pon la tuerca; hasta que cada goma llega a 32, primer número mágico de hoy. Para ver los números tengo que alzar el cuerpo e inclinar la cabeza, la pantalla indica que cada goma ha llegado a 32, así que entro al carro para verificar y, efectivamente, la pantalla del carro ya no muestra más la alarma de gomas bajas de aire, y, bingo, ninguna otra.
Subo, pongo el carro en Drive y, en vez de irme a casa, sigo andando hasta que salga otro pedido porque el que iba a recoger fue cancelado, aunque el McDonald’s donde lo iba a recoger está al lado de la gasolinera. El cliente me escribió para preguntar “Can you complete the delivery or not?” y le contesté “Going”, pero parece que, en la app, me vio un par de minutos más sin moverme y decidió cancelar.
Dando rueda por la 8 iba yo, bajando calles para, de todos modos, acercarme a la 57 y mantenerme en el entorno de la casa, cuando me entró un nuevo pedido de Popeyes. “Me again”, les dije, después de un rato tocando el cristal porque ellos, con los audífonos puestos y mirando hacia otro lado, no me veían ni me escuchaban. Hice la entrega en un hotel, todo bastante raro porque era un tal Alexis, que dijo ser mexicano y vivir en “NY”, pidiendo desde allí comida para su suegra, pero la recibía “an asian man” que , por lo menos, me dejó tres dólares cash de propina. Luego empezaron a salir varias en el área, una de ellas era, de nuevo, en ese hotel. Y de nuevo, México, una taquería.
Sin embargo, como pasa siempre en este negocio, sin percatarme empecé a alejarme un poco y de Flagler fui a dar a LeJeune y de LeJeune a Bird Road y de ahí a la US1 y me dieron las 12:00 y la 1:00, las 2:00 y las 3:00, con la luz derecha disminuida, prácticamente apagada. Veo que la US1, a estas horas, está en reparación. Ponen varios conos y barricadas y desvíos y, además de las maquinarias de pavimentación, una que otra patrulla por tramo, lo que me lleva a huir por la primera calle que veo porque de ningún modo puedo darme el lujo de una multa de 140 dólares por la lucecita jodida. Me meto por las calles más oscuras y menos transitadas. Voy sin una luz, lo sé, pero aplico la de que “donde no hay policía, no hay infracción” y sigo; nada ni nadie me detiene por esta ciudad, la del trioufai (305), que me permite llegar a puerto justo a las 3:05 a.m.
Al final de la jornada, he manejado unas cinco horas por alrededor de 25 dólares. He entrado y salido de lugares, he subido pisos, por alrededor de 25 dólares. Mi carro ha estado a punto de un suicidio por alrededor de 25 dólares que, en efecto, promedian unos cinco dólares por hora. Ridículo, vergonzoso, patético. Me he ensuciado las manos, me he vuelto mecánica, por un rato, por cinco dólares la hora. Como para coger el Nissan Sentra, por toda la Interestatal-95, y no parar hasta Disney World, Orlando, da igual si en un resort, donde se me vaya a bloquear la llave o me cueste hacerme entender en inglés. Mientras al día siguiente amanezca en Animal Kingdom, a mí déjenme allí, paseando las calles de Nairobi, descubriendo el Kilimanjaro o a alta velocidad por el elevadísimo Everest, con el norte en Sagitario Sagitario, pa’lante y pa’lante, a pesar de las alertas y la falta de aire.