Ilustración: Alen Lauzán
Existe una foto de Joseph Scherschel, fotógrafo de la revista LIFE, tomada en el Palacio Presidencial de Cuba, el 8 de enero de 1959, en la que aparece el comandante Camilo Cienfuegos hablando por teléfono, con una bota plantada encima del retrato al óleo de la primera dama de la República, Marta Fernández de Batista.
Esa imagen da la clave de la época y del personaje que presta su nombre a una de las instituciones más nefastas creadas por la revolución cubana: los camilitos.
El comandante Camilo Cienfuegos fue el encargado de aprehender a su amigo, el líder rebelde Hubert Matos, jefe militar de la provincia de Camagüey, y es posible que, dadas ciertas variables, los “camilitos” hubieran tomado, alternativamente, el nombre de Matos, deviniendo algo así como los “matones”, pues el joven maestro de escuela también es culpable de haber traído, en 1957, un avión de armas desde Costa Rica con la intención de derrocar violentamente el gobierno de Fulgencio Batista.
La violencia engendra violencia y, para los fines de la desgracia cubana, da lo mismo Cienfuegos que Matos. Teníamos para escoger, pero la suerte quiso que fuera Camilo y no Hubert el que pereciera en un accidente aéreo con visos de atentado, y que el segundo pasara por las cárceles del mismo sistema que ayudó a instaurar, fundara un partido opositor, escribiera su autobiografía y viviera en exilio hasta la provecta edad de 96 años.
Personalmente, choqué por lo menos dos veces con el “camilismo”: primero en Topes de Collantes, en 1967, cuando me reconcentraron, junto a otros 8,000 niños, durante la primera ofensiva contra las escuelas secundarias urbanas. El director del improvisado plantel, establecido en el Sanatorio para Tuberculosos, era Osmani Cienfuegos, de uniforme verde olivo manchado de pintura de óleo pues, como su hermano, era pintor diletante y había pasado por la Academia.
A principios de la revolución, mi tío Víctor le advirtió a mi padre que sus compañeros revolucionarios lo despojarían de la patria potestad. Recuerdo que mi papá se rió en su cara y que, como buen fidelista, le preguntó si había leído la noticia en la revista Selecciones, acusada de ser un vehículo de propaganda yanqui.
Por cierto, el mayor de los Díaz de Villegas abandonó el país junto con su familia y pudo vivir lo suficiente como para ver cumplido su vaticinio: le tocó ir a recogerme al aeropuerto de Miami a mi salida de Cuba. Pero ahora, a los once años, yo estaba en las alturas neblinosas de Topes, reconcentrado con otros 8,000 niños y niñas de la región del Escambray, sin que mis padres pudieran hacer nada. Habían perdido, efectivamente, la potestad sobre mi persona.
Así comenzó mi peregrinaje en solitario por la Cuba de finales de los 60 y principios de los 70.
De Topes fui a dar, por carambola, a la Escuela Provincial de Arte de Las Villas, en los remates de un pueblo llamado Lajitas, y de allí, a un caserío nombrado El Laguito, siempre en barracas de menores, bajo régimen marcial y supervisión estricta de degenerados, abusadores y pedófilos.
Escapado de Las Villas, llegué a La Habana y matriculé en la Academia San Alejandro, de donde me expulsaron en 1972, con 16 años. Entonces, los reclutadores del Servicio Militar Obligatorio (SMO) cayeron como buitres en la casa de mi abuela en la calle San Lázaro, me condujeron a un local del Paseo del Prado para el examen físico reglamentario, y me dejaron en cueros delante de otros trescientos adolescentes.
Llevado por una feliz corazonada, me arranqué la boina con la que mantenía escondido el pelo largo, y dejé que mi desnudez y mi melenita clandestina hicieran el resto. Caminé por delante de los oficiales como si bajara por una pasarela, y al final del vergonzoso espectáculo recibí la baja del Servicio Militar. Fue el mismo expediente al que recurrieron miles de desesperados durante el éxodo del Mariel, con tal de ser declarados escorias y expulsados del país.
Pero mi regreso a Cienfuegos me colocó en una situación mucho más precaria que la que había vivido en la capital, y en 1974, caí preso. En la barraca de los menores de la cárcel de Ariza, conocí a dos grupos de reclutas del Servicio Militar que habían tomado las armas y huido al monte, y me enteré de que sus cabecillas habían sido fusilados. Estos episodios se ocultaban al pueblo, y aún siguen siendo escamoteados por los historiadores.
Cuando me indultaron, en 1979, después de cinco años de encierro, otra vez los reclutadores del SMO me esperaban a las puertas de la casa de mis padres. Pero la orden de mi expatriación venía de las instancias más altas y ya no tuve necesidad de desfilar en cueros. Bastó rellenar las planillas con una sarta de obscenidades contrarrevolucionarias.
Los mismos atropellos a la juventud cubana se han repetido durante más de seis décadas sin ser jamás desafiados, hasta hace unas pocas semanas, cuando por primera vez en la historia del castrismo un grupo de madres de futuros reclutas se sublevó contra la vieja política que les arrebata a sus hijos. La protesta resultó en una campaña mediática que toma prestada la consigna del feminismo: “¡NO es NO!”.
A pesar de ser un asunto esencialmente masculino, el reclutamiento forzoso también puede plantearse en términos de una violación, algo que quedó claro al conocerse la terrible suerte de los jóvenes que perecieron en la explosión en la Base de Supertanqueros de Matanzas. La explosión demostró la violación, y ambas resultaron en un estallido social.
La nueva conciencia política pasa de hijos a madres y, eventualmente, pasará de la guerra a la paz y de la tiranía a la conciliación, por lo que no es de dudar que el matriarcado consiga por fin lo que el patriarcado, con su complicidad tóxica y su falta de potestad nunca logró: que Camilo saque la bota del retrato de Marta Fernández de Batista, o lo que es lo mismo: que las madres cubanas rectifiquen la más grande metedura de pata de nuestra Historia.
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