Mi amiga Irene es una cubana que lleva 12 años en Madrid y trabaja en un bar. Sentada frente a mí, con los ojos aguados, me dice que ella no puede dejar de pensar que parte de su mal tiene que ver con su padre.
Su padre es un hombre mayor que sigue en la Isla y que en el pasado fue profesor de Educación Física en La Villena (escuela secundaria) y ponía a todo el mundo a tomar distancia, hacer cuclillas y abdominales.
La que quiere tomar distancia ahora es ella.
Mi amiga me dice que su padre cuando habla con ella, una vez de Pascua a San Juan, le deja caer que la cosa en Cuba está muy mala, y también, como quien no quiere la cosa, la juzga. El padre de mi amiga la juzga.
Irene no sabe si es porque se fue del país, porque se puso el pelo rojo, porque trabaja y trabaja y el único gusto que se da es un libro. Porque es libre de decir lo que piensa. No sabe.
Mi amiga Irene sí tiene algo claro: no tiene ganas de seguir hablando con su padre.
Ella está lejos, sola, doblando el lomo; le manda cuando puede algo del dinero (que el viejo acepta encantado) y, sin embargo, el tipo sigue yendo a las marchas del Primero de Mayo, le sigue hablando de los combatientes del barrio y comenta lo que dice Miguel Díaz-Canel como si nada.
El viejo de Irene no para de quejarse de lo mala que está la cosa, pero no deja de defender “el proceso”.
Mi amiga me dice que le hace gracia cómo su padre no puede sumar A + B y darse cuenta de que si ella no se hubiera ido estaría presa o no le podría mandar el dinero. ¡No! Según el viejo, ella es una “odiadora”, una “resentida” y hay cosas que no sabe de la vida.
La que está mal es ella, que está afuera, dejó su patria atrás. ¿Y todo para qué?
El padre no puede entender su dolor, no sabe de donde viene… es como si se limpiara las manos.
Yo no quiero echarle leña al fuego, pero le digo que me pasa lo mismo con mucha gente que conocí en la Isla.
Varios días después del 11 J en el Noticiero de Televisión apareció la madre de un amigo bailando en los jardines de la UNEAC con tres ancianos más al ritmo del viceministro de Cultura, que pedía palmas y alegría para tratar de enmascarar la injusticia y la barbarie que estaba pasando.
El padre de otro amigo con 70 años aprovechó que la mayoría de los jóvenes estaban afuera, quemados o presos, para empezar a aplicar a las becas de Creación que supuestamente eran para los novísimos.
Otro cercano dejó de caminar cuatro cuadras para cogerle la botella a Fernando Rojas que lo llevó hasta su casa (el precio de la dignidad era ese: “un aventón”).
Todos esos viejitos, todos, al mismo tiempo tienen un hijo afuera, o viven de alguien de Miami, o lloran en las noches porque extrañan a los nietos que están en Finlandia.
No quiero crear más brechas, pero le cuento a mi amiga que la sensación de que mis padres ayudaron a levantar, ladrillo a ladrillo ese país, ese sistema que ahora nos ha expulsado, es algo perenne.
Irene y yo, entre rones, tratamos de relajar la cabeza y vemos el video donde un anciano, de guayabera, con periódico en mano, grita: “¡Abajo los derechos humanos!”.
Respiramos: “Los puros están de pinga”. “No todos los puros”, me dice ella. Hay tembas que están muy en talla y que saben bien lo que está pasando y lo que estamos pasando. Brindamos.
Caemos en el tema Daymé Arocena y el retrato de Nelson Domínguez. Es inconcebible que en pleno siglo XIX, en este planeta, un hombre mayor, mestizo, supuestamente revolucionario, retrate de esa manera a una mujer negra cubana.
El retrato es muy racista, violento. Además, ¿a quién se le ocurriría? Solo a una persona que no está bien de la cabeza o que viva muy alejada de la realidad. ¿Es tan espesa la nube que rodea la mente del pintor? ¿Los privilegios ciegan tanto?
Mi amiga me dice que si su padre se entera de eso seguro que le diría que en Estados Unidos es peor y que hay un montón de blancos que se pintan la cara de negro y seguiría largo y tendido justificándolo todo.
Hablamos de varios factores, de la violencia machista, del racismo, de lo horrible que es que una cosa así pueda estar colgada en una pared de un teatro o un museo y no pase absolutamente nada; con cientos de encargados y artistas conviviendo y apoyando ese mal. Montón de ojos que iban y venían y no veían el daño.
Risitas y bromas: ¡Nelson es buena persona; esos son los odiadores que están exagerando! ¡Eso es allá afuera que solo le ven las manchas al sol! ¡Armar showcito y no ver los matices grises del proceso! ¡Es solo un dibujo!
“En esas pequeñas cosas, en esa tontería, se pierde el cubano… en la curvita”, me suelta Irene.
Nos percatamos de la cantidad de gente que ve muy normal los atropellos que pasan en la Isla o que prefieren mirar para el otro lado.
Ponemos en un móvil la maravillosa voz de Daymé. Leemos sus declaraciones y nos sentimos mejor de ver que hay un rayito de luz. Que hay un montón de gente que está en talla. Que muchos quieren tener un mejor país, a pesar de que hay un montón de privilegiados que, haciéndose pasar por entregados a la comunidad, lo que buscan es hacer dinero.
Mi amiga Irene y yo nos miramos. Empezamos a dudar de nosotros mismos. ¿Somos unos odiadores? ¿Exageramos? Negamos al mismo tiempo, ninguno de nosotros va a hacer una guerra contra sus padres, ninguno de nosotros asaltó un cuartel o puso una bomba en una esquina para derrocar a nadie. Nuestra manera de ser y nuestro pacifismo nos salva. Nadie se va a pelear con nadie, pero, por lo menos, que nos dejen decir lo que pensamos. Que nos entiendan. Que sumen A + B…
muy interesante
Interesante