Uber Rides Novata Passenger: Un viaje en rosa y con pistola en Ciudad de Panamá

Ilustración: Carmen Barruecos

Ciudad de Panamá. – Voy con “la jefa”, esta es, mi madre, por la vía Ricardo J. Alfaro en una camioneta roja Toyota Hilux tras un largo trámite migratorio en Ciudad de Panamá. Antes de subir al carro me ha extrañado, por su forma y modelo, que sea una camioneta permitida por Uber, pero compruebo que sí, que los requisitos de Ciudad de Panamá no son ni pueden ser los mismos de Miami, así que emprendo el viaje sin más dilaciones.  

No sé cómo pero se inicia la conversación. O sí sé, le comento al chofer que me confundió el carro, que normalmente Uber no me envía camionetas y que qué bueno debe ser para él poder cargar pasajeros y también mercancías. 

Es ahí que contesta sobre el arroz que produce en una finca en el interior del territorio itsmeño, habla de lo útil que es la camioneta todoterreno de varios cilindros. Y una cosa lleva a la otra porque “la jefa”, ingeniera pecuaria, le sabe a la agricultura y la ganadería. Así que empezamos a hablar de chanchos (cerdos), de bueyes y caballos, de lo bella que es la combinación de mar y montaña. Y el chofer se va entusiasmando hasta mostrarnos fotos del chancho en la arena de una playa; fotos de las potricas que son su devoción y del monte de donde proviene y se enorgullece. 

Mientras él busca fotos, a vista de águila, me salta un objeto que podría interpretar como red flag, pero sin susto continúa la conversación porque trato de no alarmar a “la jefa”, que es sagrada. Que es la razón por la que estoy en Ciudad de Panamá después de un año sin vernos y tres horas de vuelo desde Miami, y por la que me he aparecido, con un globo rosa escandaloso, en la terminal de Tocumen. Por suerte, todavía no hay protestas, la vida aún va en tono rosa. 

El chofer, que nada sabe de por qué estamos aquí hoy, de por qué viajamos a un tercer país para vernos y asume que somos un par más de turistas, nos anima a que vayamos al Festival Nacional del Toro Guapo al que le ponen la cutarra (cutara en la voz oriental de Cuba, chancleta en Occidente) y donde se lanza agua desde un totumo, esto es, una jícara. Es una fiesta popular que atrae mucho turismo, nos dice el chofer, sin llegar a exotizar su tradición porque si algo se nota en este recorrido es que el hombre tiene calle, conoce la intríngulis del barrio, su épica y su ética. 

Para llevarnos hasta Santa Ana, atraviesa los recovecos del Casco Antiguo; entre hilachas de pobreza y desigualdad, nos cuenta la dinámica de “cuál vecino no se lleva con quién” y “por dónde van los tiros”. “Aquí te pelan”, suelta, pero rápido le contesto que aquí para quitar(me/nos) lo único que hay es hueso, que ni plumas. Dólares, no muchos.

Sonreímos, hasta que termina por brindarse para transportarnos en otras ocasiones; ha tratado antes con cubanos —dice—, y es un excelente escolta, nos garantiza. No se lo digo pero aquí no hay nada que escoltar. Somos un par de mujeres, no cualquier par de mujeres sino una madre y una hija que solo intentan reunirse en paz y tranquilidad, en tierra neutral, porque La Habana (donde reside la madre) no aguanta a la hija, y Miami (donde reside la hija) todavía no le abre las puertas a la madre. 

La hija no vuelve porque volver a una dictadura tiene consecuencias, la hija no sabe si puede volver, la hija no sabe si le permitirán entrar o si le permitirán entrar pero luego no salir, o si intentarán procesarla por un “crimen” que no existe: el crimen de defender por el mundo ―aunque nadie se lo haya pedido― a sus vecinos presos. La hija no vuelve porque no tiene llaves de la casa. A discreción, como en los bares de élite, la “casa” se reserva el derecho de admisión. 

La madre no se marcha porque no le llega el parole. Y el parole no le llega porque la hija no tiene, tal vez, suficientes ingresos. Y la hija no tiene, tal vez, suficientes ingresos, porque se ha dedicado a una “causa perdida”, a un periodismo que solo alcanza, ajustado, para pagar los billes en el South West. La hija se ha dedicado, además, a un activismo insostenible en el que cree, pero al que ha donado horas de cero facturación, las horas que le ha restado a la posible facturación en un trabajo alineado al contexto, un Miami donde rige el algoritmo del dólar.  

Esta madre que encuentra “gorda” a su hija, y esta hija, que encuentra “en el hueso” a su madre, son las caras de una moneda nacional que sustituyó por “Patria o Muerte” el rótulo republicano de “Patria y Libertad”.   

La madre, aunque lo entiende, preferiría que la hija fuera menos pasional, que se dedicara a otra cosa con futuro y no a la causa perdida que, asume, es Cuba. La hija, aunque sabe lo perdida que está esa causa que tantos malogran, no ha perdido del todo la esperanza. Reconoce que muchas veces, todo ha conspirado para que la pierda porque en este ajedrez entre Estados, es la familia la que se lacera. 

La madre ve con consternación cómo se atasca su caso, tal vez porque su hija, si sigue como hasta ahora, probablemente no pueda hacerse cargo. La hija ve con indiferencia cómo se atasca su caso porque no tiene solidez suficiente como patrocinadora, porque es una realidad que si dado el momento, llega su madre y la encuentra sin empleo fijo, va a ser un despropósito. La hija ve con consternación cómo se atasca su caso porque, tal vez, no completó bien su formulario. Pero aun si lo hubiera completado bien, la falta de fe sería todavía mayor. Porque cómo es posible que un parole humanitario se estanque para las madres de hijas que por años han sacrificado el regreso a su hogar y al regazo de su madre y de la madre de su madre debido, sobre todo, a su defensa de las personas privadas de libertad por motivos políticos.. No se consideran heroínas estas mujeres, no tienen intención de victimizarse en un contexto en que otras están presas o soportando la prisión de los suyos… o enfermas, o famélicas, o todas esas cosas juntas que pujan la precariedad y la supervivencia.

Son solo mujeres intentando reconstruir un hogar donde quepan todas. Intentando reconstruirlo en otra tierra que tiene sus reglas, de admisión y convivencia y está sobrepoblada y saturada porque mucho de lo que nace en el Sur desemboca, si antes no muere, en el río Bravo, en el estrecho de la Florida, o en esa metáfora que es la frontera estadounidense. Miles de venezolanos, haitianos, centroamericanos… Medio millón de cubanos. Una madre en un millón, ¿qué es? Una hija en un millón, ¿qué es? Pero a la vez, es demasiado egoísmo pedir a gritos a la madre que trajo a una al mundo. ¿Es demasiado egoísmo pedir verla por más de una quincena al año? ¿Es demasiado egoísta pedir a gritos que la reunión sea definitiva?     

¿Es demasiado pedir no tener que ir a un tercer país a verse y abrazarse? 

El alto precio ―y valor― del reencuentro

Estar con la madre que te parió después de un año de videollamadas y tempestades, después de pagar casi 1.000 dólares en boletos y otros cientos en hospedaje, no tiene precio; es volver al hogar-refugio que tan necesario se vuelve ante las distancias. La hija siempre da las gracias a Panamá, por ser puente, hub de Las Américas y todo eso que la publicidad vende muy bien. Sea el cisne rosa el símbolo de sus días de desbordes amorosos y mimos dulzones y apapachos. 60 y 30 no se celebran todos los años. Y el globo rosa, aunque parezca anacrónico en el aeropuerto de Tocumen es un acto de amor: la justicia poética que busca una hija en otro tiempo no tan afectuosa pero agitada ahora por la separación familiar. 

El globo rosa es la exageración de la necesidad de cobijo materno toda vez que la hija pasó por meses duros, en otro año duro, de piedra. De lejanía, de mudanzas y deliveries de Uber Eats. Uber Eats Novata Driver que es, también, Uber Rides Novata Passenger, sobre todo cuando vuelve la vista, después de tanto monólogo interior, al arma y al chofer que han hecho pasar a toda velocidad por la cabeza de la hija los motivos de que esté donde está en el instante en que está. En las circunstancias y con la gente que está. ¿Las entenderá todo aquel que las vea juntas, las manos entrelazadas, caminando callejuelas en Ciudad de Panamá?

No vayas a desenfundar “la niña”

El chofer dice que siempre anda protegido, que “la niña” está oyendo la conversación porque nunca se sabe qué pueda pasar en la calle y él es un policía retirado. En medio de su estupefacción, la hija ve al chofer tomar a “la niña” y extendérsela. “Está ready”, asegura. Y el hombre le da entonces una muestra de lealtad de barrio cuando deposita en la mano de ella las licencias de tenencia y porte de armas. La madre calla. 

Ya en confianza, a poco del destino, la novata passenger le cuenta al chofer que la noche anterior, después de la fiesta, cuando atravesaban la cinta costera, las sirenas de la policía ensordeciéndoles y las luces obnubilándolas, al bajar la vista hacia la carretera vio un cuerpo tapado. “Ya estaba la vaina resuelta”, dice el chofer en un lenguaje barrial auténtico que la memoria lingüística de la pasajera no le deja reproducir aunque quisiera. “Un muertito”, suelta para referirse al cadáver. Ella, con la imagen fresca del cuerpo tibio en la carretera y la pistola en la guantera abierta, atina a balbucear que no es necesario que el chofer vaya hasta el histórico Café Coca Cola, sino que las deje, mejor, en la iglesia de Santa Ana. Bromea con que le han entrado unas ganas terribles de conversar con Dios.

El viaje en primera persona 

En un punto de duermevela, entre pestañeo y cabeceo, un susto me despierta. Bajo la ventanilla y miro desesperada hacia abajo y creo ver Cuba; primero la imagen se figura muy bien, luego van apareciendo y desapareciendo formas, unas líneas se contraen, otras se expanden y sospecho que si bien el susto es real, el hallazgo no existe, es otro mecanismo de la memoria para generar ilusiones ópticas. No es algo que me ocurra con frecuencia, ni siquiera en la mayor parte de los vuelos sino, puntualmente, cuando me dirijo al Sur. Siempre el cosquilleo de que en algún momento, mientras el avión toma altura, podré mirar hacia una sucesión de segmentos y curvas que dibujan un país en la distancia. Tres años y medio se dicen extremadamente fácil y rápido; tener a disposición el mundo no cambia el hecho de que hay cierta gravedad que te atrae hacia una tierra específica. Todo pueblo merece una tierra. ¿Todo pueblo merece una tierra? ¿Tiene, sobre la tierra, más derecho un pueblo que otro?  ¿Más derecho una “gente” que otra? ¿Tiene, sobre la tierra, más derecho un pueblo que otro? ¿Tierra prometida para quiénes? ¿Conflictos para qué? ¿Guerra a cuál costo? ¿Paz dónde? ¿Entendimiento cuándo? Y más, con o sin guerra, ¿a muchos no les han arrebatado el derecho a una tierra? Nadie me preguntó pero en esto pensaba, también, a miles de pies de altura, viéndome ceder a los impulsos de la ilusión, aferrándome a un recuerdo de una vida que ya no existe, a una secuencia irregular de segmentos que ni siquiera representan lo que un PAÍS es.

72 horas caóticas en Ciudad de Panamá 

Al finalizar la primera semana de estancia en un Airbnb moderno en medio del Casco Antiguo, Panamá se desborda. La rabia popular contenida explota y mientras madre e hija intentan disfrutar una experiencia agradable de reencuentro, las sorprende, por una parte, la noticia de que el mundo estaría al borde de la tercera gran guerra tras la exacerbación del conflicto entre Israel y Hamás; por otra, los panameños se preparan para salir a las calles a protestar por la minería.  

Se viven días agitados en la nación bisagra de Las Américas, días de asomarse a un balcón y ver uniformados en las esquinas, días de ver cómo este tema no entra en las agendas de muchos medios internacionales, días de espera (por una visa para que la madre pueda seguir viajando a Panamá una vez al año; por los vuelos que de alguna forma tampoco una quiere que se vayan, un vuelo a La Habana y otro a Miami). Días que se evaporan porque el tiempo de madre e hija, que es limitado porque cada una debe volver a su destino, siempre sabe a poco. 

Son, sobre todo, días en que la hija que soy esperaba darle la milla extra a su madre, sin poner por delante el periodismo. 

Pero estos días también pasan (por supuesto que siempre amanece aun cuando haya que volver, también, a los otros días en que se está lejos de la familia y sin la seguridad de poder regresar a ella).

En la noche todavía joven del último de esos días, viajo en Uber desde el aeropuerto de Tocumen; me lleva un chofer aventajado que busca vías alternativas ante los cierres provocados por el paro que a su vez es provocado por la falta de consistencia de la respuesta oficial al conflicto por la minería. Mi madre viaja a La Habana y yo viajo a Brisas del Golf, donde una pareja de amigos que marcharon pacíficamente, me dan cobijo por una noche. Atravieso en Uber avenidas y calles, tomo un video en una vía concurrida por la presencia de manifestantes que han encendido fuego a modo de barricada para que la Policía no pase.  

Por el día, acudo a la manifestación para entender primero y también a contar por qué los panameños deciden seguir en las calles y extender el paro otras 48 horas luego de que las declaraciones del presidente Nito Cortizo no respondieron a sus demandas específicas. 

En la manifestación no violenta organizada por el sindicato de los educadores, los líderes anuncian que se dirigen a la Procuraduría y que su objetivo es llegar al presidente Cortizo para que revoque (o renegocie) el contrato con la compañía minera canadiense. El cartel sobre el asfalto es directo: “Minería NO”. 

Los panameños que lo suscriben siguen a la espera de que el Gobierno ceda. Mientras tanto, el país está paralizado, con pérdidas económicas estimadas en 65 millones diarios. El transporte se dificulta: en algunas calles, cierran las esquinas con botes de basura y piden un dólar para dejar que pasen los taxis y otros carros; en otras, son los uniformados los que trancan y custodian los pasos. 

Hay aún un sector turístico impenetrable para la población, el Casco Antiguo que acoge instituciones públicas y permanece militarizado. “Mañana será peor”, dicen. Los manifestantes plantean que no se van hasta que el Gobierno actúe a favor de la ciudadanía y rectifique su discurso emitido por la radio. 

Todos hablan de lo mismo: los daños ambientales de la minería, la inconformidad con los contratos. En un Uber, en un supermercado, en todas partes. Los panameños necesitan resolverlo por su cuenta en los albores de un año electoral, un año monstruo donde esa bestia implacable que es la política, se alimenta todavía más de las causas nobles. Nosotras nos vamos, seguimos arrastrando nuestros propios problemas a ver si algún día dejan de pesarnos tanto. ¿No depende de nosotras gestionar la densidad de las desgracias? 

A veces, huyendo de lo denso, tratando de retornar a la levedad de donde se puede caminar sobre el agua una vez que la marea baja por la costa del Pacífico panameño, se regresa una y otra vez a lo denso. E inevitablemente pensamos: ¿por qué nos toca vivir protestas ajenas y evadir las propias? ¿Por qué seguir aceptando ser pasajeras de este Cuban trip que tanto cuesta y ofrece tan poco? 

Palma Soriano, Cuba (1993). Periodista por cuenta propia con fugas frecuentes hacia la poesía. Autora de los libros Eduardo Heras: los pasos, el fuego, la vida (Letras Cubanas, 2018) y Mestiza (CAAW, Estados Unidos). Egresada de la Universidad de La Habana e integrante de la Red Latam de Jóvenes Periodistas. Ha publicado en Distintas Latitudes, HuffPost, Clarín, El Estornudo, Hypermedia Magazine, pero la mayoría de sus textos están en Eltoque y Tremenda Nota. Escribe, luego existe. --
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