Ilustración: Julio Llópiz-Casal
-Viva Fidel- ordena decir El Fino, que es como llaman al jefe de Orden Interior de la prisión de Quivicán (Mayabeque), y luego promete que quien lo grite no tendrá problemas para llamar por teléfono o recibir visitas. Según El Fino, así funciona la reeducación. Es como un arrepentimiento, una expiación del pecado de no obedecer al poder político y pensar por uno mismo.
Muchos ya se han “reeducado” y ya dicen “Viva Fidel” y “Viva la Revolución” para así hablar con sus familiares. Algunos, como Roberto Pérez Fonseca, un tipo obstinado como pocos, todavía se niegan a hacerlo.
Roberto, de 39 años, tiene quien lo visite y a quién llamar por teléfono: una madre y un hijo de dos años en Cuba, y también otra hija, de 13 años, que vive en Estados Unidos, y un hermano que hace ya tiempo fijó residencia en Canadá. Hay semanas en las que no sabe nada de ellos y otras en las que, encerrado en una celda de castigo, no sabe siquiera qué sucede en la prisión. La celda de castigo, un lugar hermético y solitario, es la penitencia de los reos más conflictivos y tercos, de los que se niegan a reeducarse.
Los tercos también reciben golpes. A veces, cuando se les encaran a los guardias, son rociados con spray de pimienta y sometidos con puños, botas y tonfas. Si nada de esto los doblega, lo hará la amenaza de un traslado de centro penitenciario, quizás a otra provincia, muy lejos, donde las familias apenas puedan ir a verlos.
Roberto sigue sin reeducarse, y las veces que ha podido hablar por teléfono con su hermano, Alberto, se lo cuenta con orgullo. Reeducado o no, dijo, igual lo mantendrán en prisión hasta que cumpla los 10 años que le impuso el tribunal.
A finales de diciembre de 2021, Roberto se sumergió en el submundo underground de la prisión, un microuniverso de pequeños contrabandos, donde todo funciona gracias al canje más primitivo. Allí pagó los servicios de un “tatuador”, a quien pidió que le escribiera en la piel lo que generalmente buscan todos en un tatuaje: un recuerdo, algo que nunca olvidar.
-Viva Fidel- ordena decir otra vez El Fino y, como siempre, Roberto se niega. Su rebeldía, sin embargo, ya trasciende el silencio. El preso tiene ahora algo que decir a sus carceleros y no hay tonfa ni botas ni celda de penitencia ni spray de pimienta ni castigo que pueda callarlo porque, simplemente, no necesita abrir la boca para expresarse. A Roberto solo le basta mostrar uno de sus hombros desnudos para que todos puedan leer en él:
11-J-21
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Cuando Alberto Ortega Fonseca nació, Roberto ya había perdido a su padre en un accidente automovilístico. Liset, la madre de ambos, dejó al primogénito al cuidado de su abuela y se fue con Alberto a Mayarí, Holguín. Durante nueve años, los hermanos solo se vieron durante las vacaciones de verano, cuando Alberto regresaba a San José de las Lajas, en la antigua provincia La Habana.
A los 14 años, Roberto perdió a su abuela. Fue entonces cuando el resto de su familia, los únicos que le quedaban, regresó al pueblo. Alberto recuerda que para entonces su hermano, un adolescente alto y atlético, dos años mayor que él, despuntaba como deportista. A nivel escolar, juvenil y provincial cosechó varios éxitos en básquet y judo, sin embargo, lo que realmente le apasionaba era el frontenis. Roberto se convirtió así en uno de los mejores jugadores -sino el mejor- de frontenis del pueblo y era común encontrarlo los fines de semana en las canchas que dan a un costado del estadio de béisbol Nelson Fernández.
Años más tarde, Alberto obtuvo un pequeño cargo administrativo en la fábrica de cerámica donde su hermano trabajaba como obrero. Luego, ambos se fueron a trabajar para el Ministerio de Comercio Interior (MINCIN), uno como administrador de bodegas y otro bodeguero.
Por aquellos tiempos el Gobierno cubano estaba enfrascado en la llamada “Revolución Energética”, un proyecto de Fidel Castro que consistió en vender a la población equipos electrodomésticos que reducían el consumo eléctrico (ollas, hornillas y refrigeradores de fabricación china). A los Fonseca, como a casi todos los bodegueros, les correspondió el rol de cobradores. Además de repartir los productos de la canasta básica, se les ordenó recorrer la comunidad y exigir a los ciudadanos el pago de la deuda por los equipos. Ambos se negaron a perseguir a sus vecinos, muchas veces gente pobre y ancianos retirados con pensiones ínfimas, y a poner los nombres de los deudores en una lista pública en la bodega. Finalmente, fueron despedidos.
En 2019, Alberto emigró a Norteamérica y fijó residencia en Canadá. Mientras, a su hermano, un tipo terco y con poca vocación para acatar órdenes sin antes discutirlas, se le hacía cada vez más difícil conseguir empleo.
-Tú no trabajes más, mi hermano. Yo te mandaré dinero todos los meses y veré cómo te saco del país. – le prometió Alberto.
Poco después llegó la pandemia de la Covid-19 a Cuba y ambos decidieron que lo mejor era aplazar por un tiempo el plan de emigrar.
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El 11 de julio de 2021, decenas de ciudadanos, quizás cientos, se lanzaron a las principales calles de San José de Las Lajas. La protesta comenzó en horas de la tarde, cuando al poblado llegaron videos de otras similares en San Antonio de los Baños, Santa Clara y Santiago de Cuba. Básicamente, los manifestantes marcharon y gritaron consignas como: “Libertad”, “Abajo el Comunismo”, “No tenemos miedo” y “Díaz-Canel singao”.
Roberto también marchó y gritó. En algún punto, frente a una multitud eufórica, se sumó al grupo de jóvenes que en plena calle hicieron añicos con sus manos un retrato de Fidel Castro. Aproximadamente a las 4pm, el Gobierno cubano bloqueó el acceso a redes sociales y plataformas de mensajería online en todo el país. El presidente Miguel-Díaz Canel había ordenado a las fuerzas policiales y militares, así como a sus simpatizantes, frenar a cualquier costo las protestas. En cuestión de minutos, las calles de San José de Las Lajas fueron tomadas por patrullas, policías uniformados y agentes de la Seguridad del Estado.
Roberto entendió entonces que era momento de regresar a casa. En las avenidas, policías armados comenzaron a emplear la violencia contra los manifestantes, quienes, en algunos casos, respondieron con piedras. Las pedradas, sin embargo, no fueron dirigidas a los oficiales, sino a las vidrieras de las tiendas en moneda libremente convertible (MLC).
Durante su retirada, muy cerca del centro de San José, Roberto vio a varios policías golpear a un joven que pretendían introducir en una patrulla. Entre los agentes, reconoció a Jorge Luis García Montero, conocido en el pueblo como Rompehuesos.
-¡Esbirro, asesino, déjalo!- gritó Roberto.
Rompehuesos se volteó y, desafiante, preguntó si le hablaba a él. Roberto asintió, pero el policía estaba demasiado ocupado para ir a su encuentro.
Sin nada más que hacer, y ante la creciente llegada de fuerzas represoras del Gobierno, Roberto volvió a casa.
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A la espera de un juicio, la Fiscalía municipal impuso a Roberto la prisión preventiva como medida cautelar. En agosto de 2021 se pidió un cambio de medida menos severo, pero las autoridades judiciales locales se negaron con la excusa de que el acusado podría evadir la justicia.
La causa de Roberto Pérez Fonseca, la número 52/2021 del Tribunal Municipal Popular (TMP) de San José de Las Lajas, se construyó entonces a partir de la denuncia establecida por el oficial de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) Jorge Luis García Montero. Según García Montero, alias Rompehuesos, Roberto lideró el 11 de julio una turba de ciudadanos violentos armados con “botellas y piedras”. El joven, además, le agredió con una piedra, la cual le dañó una muñeca, y luego lanzó otra pedrada contra una patrulla de policía, “ocasionándole daños”.
El juicio se celebró en el TMP, el 28 de septiembre de 2021. Ese día, Roberto fue trasladado a la sala encadenado de brazos y pies. Afuera, policías acompañados por perros y varios miembros de tropas especiales, los llamados “boinas negras”, vigilaban el lugar.
La Fiscalía inició con su solicitud de 12 años de privación de libertad para el acusado, y luego llamó a declarar al denunciante. Liset Fonseca recuerda cómo García Montero repitió ante los presentes su versión de los hechos. Rompehuesos, conocido en el pueblo como un hombre violento que aprovecha su cargo para extorsionar pequeños negocios privados, dijo sentirse muy ofendido por las palabras que le gritó Roberto el 11 de julio, que nunca nadie lo había enfrentado así. Agregó que fue al único que reconoció entre la multitud y señaló al acusado como líder de la protesta e instigador de actos vandálicos contra agentes de la policía y tiendas en MLC. Cuando la defensa le preguntó si recordaba al menos cómo iba vestido el acusado aquel día, García Montero no supo responder.
Liset estaba convencida de que su hijo saldría absuelto de aquel juicio. La continua obstaculización de la justicia y la falta de pruebas incriminatorias, pensó, le darían la razón a la defensa.
En la fase de instrucción, por ejemplo, constaban las declaraciones de tres testigos, quienes estuvieron presentes en el lugar y momento de los hechos. Según estas personas, Roberto jamás lanzó piedras. El tribunal, sin embargo, rechazó sus testimonios con la excusa de que podían ser “redundantes”. La defensa propuso luego otros cuatro testigos. El tribunal redujo la lista a la mitad. Los rechazados eran ciudadanos comunes que durante las protestas se encontraban cerca de la tienda Artex, donde, supuestamente, Rompehuesos y una patrulla fueron agredidos. El tribunal permitió solo a dos testificantes, ambos familiares de Roberto. Sin embargo, durante el juicio, sus declaraciones fueron desestimadas por mostrar “total parcialidad en favor del acusado”.
Rompehuesos se convirtió así en el único testigo y denunciante, sin embargo, todavía había esperanza de que se hiciera justicia. Las piedras lanzadas por Roberto no fueron ocupadas ni descritas en ningún momento del proceso. Por otro lado, la patrulla supuestamente apedreada no conservaba ni un rasguño. Tampoco el cuerpo del denunciante. La prueba presentada por Rompehuesos sobre su lesión era un certificado médico, con fecha declarada ilegible, el cual afirmaba que el policía presentaba “escoriaciones” leves en la muñeca y el codo. Al documento, además, le faltaba el cuño del centro médico donde fue expedido.
La defensa presentó una última prueba. Se trataba de un video que circuló en redes sociales, donde puede verse el momento exacto en que Roberto encaró al policía. El video mostró que el acusado -quien se encontraba prácticamente solo y no al mando de una multitud, como declaró Rompehuesos– solo tuvo un intercambio verbal con el policía antes de marcharse. No obstante, el tribunal desestimó esta prueba por “hallarse grabada en una memoria USB” y no en un DVD, como exigen los tecnicismos jurídicos en Cuba.
La Fiscalía arremetió entonces contra Roberto, echando mano a los resultados del proceso investigativo. Dichos resultados se basaban en el testimonio de “personas de confianza”, quienes aseguraron que Roberto “posee una negativa conducta social ya que no tiene participación en las tareas que se realizan por las organizaciones de masas” y que “le gusta presumir y especular”. En otro punto, la investigación se contradijo, pues reconoció que Roberto tenía “un modo de vida normal, de acorde con sus posibilidades” y que “no goza de cosas lujosas en su domicilio”.
La sentencia del juicio fue notificada el 19 de octubre de 2021. Ese día, Liset recibió un documento en el que se declaraba a su hijo culpable de dos delitos de desacato, dos de atentado, de instigación a delinquir y de desórdenes públicos, con el agravante de haber usado un arma (piedras). La sanción conjunta dictada por el TMP de San José de Las Lajas contra Roberto Pérez Fonseca fue de 10 años de privación de libertad.
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¿Por qué arrestaron precisamente a Roberto entre tantos otros manifestantes que tomaron las calles del pueblo el 11 de julio? ¿Por qué el ensañamiento de la Fiscalía, que buscaba condenarlo a 12 años de prisión? ¿Por qué el 16 de julio, cuando Roberto fue arrestado, su madre también fue llevada a la estación de Policía? ¿Por qué el interés de la Seguridad del Estado en incautarle a Liset el teléfono por varias horas y luego borrar la grabación que hizo del arresto? ¿Por qué tomarse el trabajo de obstaculizar una y otra vez la justicia para condenar a un inocente?
Durante un tiempo, Alberto y Liset se hicieron estas mismas preguntas. Por más vueltas que les daban, no encontraban una razón convincente. Al final, fue durante una visita de Liset a Roberto que un oficial de Policía dio respuesta a todas sus interrogantes:
-Su hijo va a pagar bien caro haber roto la foto del Comandante.