Iliana Henández

El libro perdido de Iliana Hernández: una biografía apócrifa (I)

Esta es la historia de Iliana Hernández; quizás no exactamente como ella la hubiese contado en el libro que llevaba escribiendo cuando la Seguridad del Estado le arrebató la laptop, pero sí muy parecida. Lo que debió ser aquel libro iniciaba con la preparación de un temerario viaje que terminaría por convertirse en el triste cruce de una llanura estéril y desolada. Luego, en las siguientes páginas, ese pequeño desierto descubriría uno mucho mayor, al otro lado del océano, haciendo de la trama un viaje de ida y vuelta entre tiempos y arenas. Iliana contaría entonces su historia ―su vida― como lo que es: una tierra inhóspita que la persigue a donde vaya; la imposibilidad de huir del todo, azares, voluntades, todo lo que merece ser llamado una aventura auténtica. 

Tal vez, si el trabajo se lo permite y algún día vuelve a su libro, decida incluir al menos un apartado sobre quienes interrumpieron su autobiografía. Es probable que también cuente cómo estos mismos hombres, todos agentes del Ministerio del Interior, la han acosado durante años a golpe de difamaciones, calabozos, detenciones domiciliarias, interrogatorios, amenazas y regulaciones migratorias. Este sería, de seguro, el capítulo final, y sus últimas líneas un desafío desde la resistencia escrito más menos así:

 “No solo no les temo, sino que se me hace imposible hacerlo. La mujer que vivió cuanto he contado hasta ahora me lo impide”.

I

Iliana tiene 7 años, vive con una familia numerosa y unida, en una casa con buenas condiciones y también con el único teléfono del vecindario. La comida no escasea, sobre todo gracias al abuelo, que trabaja repartiendo alimentos en una empresa provincial y siempre logra echar mano a algo de aquí y de allá. A veces es muy buena comida la que trae, pero muchas veces su nieta prefiere ir a casa de sus primos y cambiarla por arroz con chícharos, su plato favorito. 

No suceden grandes cosas en Guantánamo a finales de los setenta, solo incidentes aislados y poco trascendentales, como el de aquella mujer que se incineró cerca de la escuela y a quien Iliana fue a ver por pura curiosidad, al costo de perderse un examen importante. La ciudad, al final, funciona bajo las lógicas de un pueblo, haciendo de los límites de la localidad los de su propio universo. Así ha sido siempre… al menos hasta esta ruidosa mañana primaveral de 1980. 

Es todavía muy temprano cuando la algarabía de la calle la despierta. Por alguna razón los vecinos de barrios aledaños se han reunido en el trecho de acera frente a su casa, donde conversan y pintan carteles y pancartas sobre cartulinas desperdigadas en el pavimento. Iliana, aún somnolienta, se siente atraída por una en la que se ve una       especie de lombriz sonriente, detallada con sumo cuidado en sus formas y colores, como los personajes de dibujos animados que tanto le gustan. 

―Yo quiero ese ―dice, y se hace rápidamente con el  cartel. 

Luego, todos se unen y comienzan a caminar calle arriba. Iliana avanza alegre entre los adultos, con la lombriz sonriente en alto, mientras en su cabeza planea cómo hacer para quedársela y llevarla a casa. Realmente no entiende bien de qué va la marcha. Tampoco le importa demasiado. Solo sabe que debe agitar su cartel y gritar a coro con los demás: 

 “¡Abajo los gusanos! ¡Que se vayan!”

Como de costumbre, esa noche la familia se reúne en la sala para ver el noticiero. Durante el día solo se ha hablado de lo mismo; en la calle, en la escuela o en la televisión, todos tienen algo que decir sobre los gusanos. Gusanos, gusanos, gusanos. ¿Habrá alguna epidemia de parásitos en la isla, o acaso alguna plaga devoró los sembrados del país? En tal caso, cree que está bien que se vayan los gusanos, porque esos animales son asquerosos en la realidad y no tienen boca para sonreír, a diferencia del dibujo de su cartel. La imagen de un gusano de verdad, como los que se revuelven en la materia putrefacta, provoca escalofríos en Iliana, que no para de darle vueltas al asunto hasta que algo en el televisor capta su atención:

Era un reportaje. La voz en off del noticiero mencionaba con orgullo las consignas que esa mañana había repetido una y otra vez junto a mis vecinos, mientras la pantalla mostraba a una mujer que se abría paso a trompicones por entre una multitud agresiva que le gritaba y agitaba los brazos. Con una mano la mujer sujetaba dos cartuchos, que debían tener algo importante porque los apretaba contra su pecho, y con la otra jalaba a un niño, tal vez su hijo. Los constantes zarandeos de la gente hicieron que el pequeño soltara su mano y quedara atrapado en el tumulto. La mujer, entonces, soltó sus preciados cartuchos y se lanzó a buscarlo en la turba. Luego lo cargó en brazos y echó a correr desesperada y sin mirar atrás. Vi que el niño lloraba mucho. Pensé que debía tener mi edad, que podía ser yo.

Así lo recordará muchos años después, cuando sea ella quien intente avanzar por entre otra multitud violenta que la persigue y la ofende a gritos. Recordará, además, que aquella noche, petrificada frente al televisor, se hizo a sí misma una pregunta que todavía no ha podido responder: “¿Por qué?” No obstante, ya sabrá quiénes son los “gusanos”, y también la “escoria” y los “mercenarios” de los que tanto oirá a lo largo de su vida. Iliana Hernández será para entonces una de ellos.

Fragmento apócrifo:

 (…) Éramos un grupo de dieciséis personas las que haríamos el viaje; yo la única mujer entre ellos. Iba con un amigo, con quien me escondí la noche anterior para preparar lo que necesitaríamos. No era mucho. A fin de cuentas, el viaje trataba de dejarlo todo atrás. Mi madre no sabía nada, por supuesto. Quería sorprenderla con el cliché de la llamada, diciéndole que había llegado a Estados Unidos, que todo iría bien de ahí en adelante… ¡Y vaya que la sorprendí! 

Mi amigo y yo le pagamos al guía lo acordado, y salimos con el resto del grupo por zonas poco transitadas que solo ese hombre conocía. Luego nos dejó en un punto cercano a la costa, donde debíamos permanecer ocultos hasta que se hiciera de noche. Entonces comenzaría el verdadero reto de aquella locura (…)

Guantánamo. Tarde del 15 de febrero de 1996.

II

Iliana Hernández

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

Aunque Iliana conserva su familia numerosa y unida, su casa en buenas condiciones, el único teléfono del vecindario y las comidas de su abuelo, fuera de las paredes del hogar el mundo no parece tan perfecto como antes. Sospecha que algo se le escapa, quizás algo terrible, pero aún no logra descifrar qué. Su curiosidad sin límites la lleva a seguir ciertas pistas, como aquel largo discurso en el cual Fidel Castro alababa al gobierno mexicano y que, tan solo unas semanas después, se convirtió en otro igual de extenso pero cargado de insultos hacia los políticos de la nación azteca. Más que respuestas, Iliana solo descubre interrogantes: ¿Puede alguien ser bueno hoy y malo mañana porque lo diga Fidel? Y si así fuera, ¿puede Cuba cambiar según sus caprichos? ¿Puede Fidel ser caprichoso? ¿Puede Fidel… mentir? ¿Alguien más se estará haciendo estas preguntas?

Tener el único teléfono de la zona significa que es en su casa donde todo el barrio recibe llamadas de familiares residentes en el exterior. Un día llamó un hombre desde Estados Unidos pidiendo hablar con su hermano. Iliana dio el recado y aprovechó la espera para realizar la primera de muchas entrevistas que realizará vía telefónica:

―Ya mandé a buscar a tu hermano. Por cierto, si él es negro, de seguro tú también. ¿Es verdad que allá, donde tú vives, los negros no pueden estudiar ni trabajar, y tampoco            pueden salir a la calle porque los matan?

Del otro lado de la línea, el hombre estalló en carcajadas:

―No, qué va. Ya eso no es así. Yo aquí vivo dignamente, y tengo trabajo, familia, una casa, un auto. Todo es mejor que en Cuba.

―Chico, eso no es lo que dicen aquí. ¿Tú estás seguro de eso? 

―Jajajaja, pues claro.

La respuesta, sin embargo, no la convenció del todo, así que se propuso continuar sus averiguaciones con cualquiera que llamase a casa. Curiosamente, el resto de los entrevistados, de una u otra forma, responden lo mismo. Incluso, todos parecen divertirse con su impertinencia preguntona.

Al fin, Iliana puede ver con sus propios ojos a un cubano emigrado que ha llegado a su antiguo barrio de visita. Se trata de un residente en la RFA ―la occidental, la capitalista, “la Alemania mala”. Ella lo sigue, atraída por cierta aura que trae este señor como de otro mundo indiscutiblemente más desarrollado que el guantanamero, y también por los muchos regalos y objetos que trae; cosas curiosas que la pequeña jamás ha visto. A toda prisa va y lo intercepta. Le hace preguntas en ráfagas. Quiere saber cómo es la vida en la porción de Europa que apenas se menciona en Cuba, pero le cuesta aceptar lo que escucha.

―Y ya, para terminar: ¿Quieres volver a Cuba? ―le pregunta, y el visitante, como todos los entrevistados anteriores, responde con un rotundo: 

―No.

Durante los siguientes años, Iliana intentará en vano encontrarle algún rumbo a su vida. Probará primero en una escuela de ciclismo, donde una temprana fractura en la muñeca acabará con su carrera. Luego irá por unos meses a una escuela de circo, y también a un preuniversitario en el campo y a una academia deportiva como ajedrecista. Más tarde       llegará a La Habana a buscarse la vida como vendedora de panes con queso y cualquier otra cosa que pase por sus manos.      

En los inicios del Período Especial logrará hacer algo de dinero como parte de un peligroso negocio de tráfico de divisas extranjeras, del cual saldrá airosa por muy poco, mientras se entrega al baile en las noches actuando en pequeños grupos danzarios. A sus 21 años, Iliana cargará, como siempre, con demasiadas preguntas y pocas respuestas. Quizás las únicas certezas que tenga entonces sean sus aptitudes para la danza y el deporte, además de su irrenunciable meta de abandonar el país. 

Fragmento apócrifo:

(…) Dejamos los zapatos y buena parte de la ropa en la orilla, justo antes de lanzarnos al agua. El plan era bordear la costa, que era puro diente de perro, hasta llegar a la Base Naval. Entonces era invierno, o lo que se le dice “invierno” en Cuba. Aunque sí que había mucho viento y el oleaje era particularmente peligroso. Mi amigo y yo nos atamos una cuerda a la cintura, que nos mantenía unidos para no perdernos en aquella noche oscura de cuarto menguante, donde apenas se veía un hilillo de Luna en el cielo.

Fue cuestión de minutos el que los demás desaparecieran de nuestra vista. De pronto estábamos solos, con el mar violento a nuestras espaldas y las rocas filosas aguardándonos justo al frente. Contra ellas vine a dar cuando una ola me lanzó por los aires, como queriendo expulsarme del agua. El golpe fue en la cabeza; y si perdí el conocimiento, fue por unos segundos. De alguna forma encontré fuerzas para salir a la superficie a pesar de estar aturdida. Aún la cuerda me sostenía a mi amigo, quien me buscaba desesperado, intentando mantenerse a flote.

¡Estoy viva!, le grité (…) 

Guantánamo. Noche del 15 de febrero de 1996

III

Iliana Hernández

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

La nueva compañera de celda llegó anteayer y desde entonces no ha parado de llorar. Tanto sollozo puede resultar exasperante y hacer que las paredes de concreto se vuelvan más estrechas para Iliana, que lleva ya veinte días en este asfixiante calabozo. Su compañera anterior, recuerda, estaba igual de nerviosa que la novata, pero apenas lloraba. Pasó solo quince días encerrada antes de que la llevaran a ser juzgada por vender carne de res. Iliana se pregunta qué habrá sido de aquella mujer, tal vez para evitar pensar qué será de sí misma. A ella todavía no le han establecido fecha para el juicio, así que debe quedarle al menos otra semana tras los barrotes, viendo las mañanas pasar por la ventana e intentando dormir para no enterarse de lo fastidiosamente eternas que pueden llegar a ser las madrugadas. 

En un lugar así, cualquier compañía termina agradeciéndose, aun cuando lo único que haga sea unir un llanto con otro. Las dos no tardan en hacerse amigas. Iliana a veces la consuela y hasta intenta compartir parte de la comida que su madre le lleva a la cárcel, pero los guardias son muy estrictos y no lo permiten. En una ocasión le pide que le cuente cómo llegó allí, y la joven le responde algo que Iliana olvidará, excepto por el detalle de su inocencia. De estas y otras cosas suelen hablar en las noches para no aburrirse. 

―Dime, Iliana, por qué tú no lloras como yo y pareces tan… normal.

―El problema es que tú lloras porque eres inocente, y es lógico estar así cuando se ha cometido una injusticia. Pero yo sí que soy culpable. A fin de cuentas, es cierto que intenté irme del país.

Fragmento apócrifo:

(…) Mira, mejor salimos de esta zona y nos vamos nadando por fuera, me dijo mi amigo.

Yo, en verdad, no estaba de acuerdo. Desconfío de los cambios de planes y las retiradas forzadas. Por experiencia, no llevan a ningún lado. Pero igual le hice caso esta vez y nos fuimos a lo profundo. Al menos allí no habría rocas.

Las olas en mar adentro eran igual de altas que en la orilla. Por más que nos esforzábamos en continuar, nos regresaban al mismo lugar; y al cabo de unos minutos el agotamiento nos pasó factura. Nunca supe qué tanto avanzamos cuando nos vimos obligados a regresar a tierra por la fatiga. Ni siquiera supe a dónde fuimos a parar. Estábamos perdidos y sin conocer del paradero del resto del grupo. Más tarde me enteraría de que sólo siete tuvieron éxito (…)

Guantánamo. Madrugada del 16 de febrero de 1996

IV

Iliana Hernández

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

Desde la prisión Iliana cuenta su historia, que comienza una noche como esta, pero lejos de aquí, bailando al compás de la orquesta Revé para una multitud alegre y amontonada en una plaza guantanamera. Luego del espectáculo, un realizador de Solvisión, la televisora local, se le acercó para ofrecerle trabajo. Ella había abandonado la capital y vivía de su talento para la danza en cabarets y otros centros nocturnos. En Solvisión no tendría salario, pero al menos aparecería en televisión, y eso, pensaba, podría abrirle las puertas en el mundo del arte. 

En poco tiempo su rostro se hizo familiar en todo Guantánamo, donde la conocían como “la muchacha de Cuenta Conmigo”. En este espacio, que era un programa de temáticas variadas, lo mismo hacía de modelo que de bailarina; a veces montaba y ejecutaba coreografías de un baile excéntrico llamado el butterfly, que por esos meses estaba de moda. Convertida en una celebridad local, no podía salir a la calle sin ser perseguida por un grupo de niños o adolescentes, quienes le rogaban un beso al aire o que repitiese para ellos “Píntate de Sol” con el mismo glamour con que lo decía en un spot televisivo. “Píntate de Sol” fue el eslogan  oficial en Cuba para aquella terrible temporada veraniega de 1994 que inauguró la Crisis de los Balseros. 

―Tenemos una lancha. ¿Entonces…? ―le dijeron sus primos de La Habana por teléfono. Tenían mucha prisa y necesitaban saber si ella estaba dispuesta a sumarse al viaje y cuánto tardaría en llegar a la capital. Apenas colgó, Iliana abandonó su carrera en Solvisión sin avisar a nadie y se fue a los pies de la carretera, dispuesta a atravesar el país en lo primero que apareciese. Finalmente, llegó a La Habana, alegre y triunfal, pero también sudorosa y desaliñada, sobre una rastra destinada a la carga de animales de granja. 

La lancha resultó ser un conjunto de gomas de camión atadas entre sí, con un pequeño motor incorporado que dejó de funcionar antes de alcanzar las nueve millas. Encima llevaba unas veinte personas apretujadas, incluyendo niños, y algo de comida, agua potable y un par de remos rústicos. 

―Mejor regresamos ―aconsejó uno de sus primos. Casi todos estuvieron de acuerdo, excepto Iliana, que ya tenía agarrados con firmeza el par de remos, empeñada en continuar. 

El mar estaba revuelto. El oleaje amenazaba una y otra vez con tragarse la lancha, que se alzaba hasta las crestas de olas gigantes y luego caía estrepitosamente sobre las aguas llanas. El zarandeo constante los desubicaba a ratos y era cuestión de tiempo que provocase un brote de náuseas a bordo. Los tripulantes temieron. Todos habían escuchado las historias que circulaban por la ciudad sobre embarcaciones como la suya que jamás llegaron al otro lado del estrecho de la Florida y terminaron sucumbiendo a las tempestades del Caribe, a la histeria colectiva y al apetito voraz de los tiburones. 

Al final decidieron volver y reparar el motor antes de intentar una segunda salida. Iliana y los más jóvenes del grupo fueron dejados de lado esta vez. Meses más tarde, supo de sus primos por una llamada. Dijeron que estaban sanos y salvos en Miami, listos para comenzar una nueva vida. 

Fragmento apócrifo:

(…) Le dije que lo mejor era esperar a que se hiciera de noche para intentarlo de nuevo, pero no estuvo de acuerdo. Él estaba decidido a regresar a la ciudad e intentarlo otro día, como si reunir el dinero para el guía fuese cosa fácil. La verdad es que ambos estábamos agotados y era muy poco probable que tuviésemos éxito esta vez. 

Regresar para nosotros era caminar tierra adentro sin rumbo alguno, y también sin zapatos, sin agua y sin comida. De hecho, tampoco llevábamos mucha ropa. Andábamos  hambrientos por un terreno baldío de tierra cuarteada y escasos matojos, lleno de piedrecitas que lastimaban nuestros pies. De no ser porque era la época más fresca del año, hubiese sido imposible soportar el sol y el calor del suelo. 

Unas horas después de iniciar la marcha, mi amigo se desplomó. Le dio eso que llamamos “un bajón de azúcar” (…)

Guantánamo. Mañana del 16 de febrero de 1996

V

Iliana Hernández

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

Su compañera no pasó más de una semana en la celda. Ella le deseó suerte en la despedida, pero nunca sabrá si realmente esta joven la tendrá. Ahora, sin sus llantos y charlas ―quién iba a decirlo― la soledad comienza a pesarle. 

Iliana apenas habla ya, excepto con su madre, con quien aprovecha cada segundo del horario de visitas. En la última semana la ha notado más delgada, casi más que ella, de seguro por la preocupación de tener una hija presa. Por eso se esfuerza en recibirla con alegría, como si el encierro no la afectara demasiado. Ni su madre, ni los guardias de este calabozo, ni las arenas del Sahara que más tarde enfrentará, ni siquiera los represores de la Seguridad del Estado que después intentarán someterla, han de verla derrumbarse. Iliana es consciente de su gran virtud, su fortaleza, su “superpoder”: jamás rendirse.

Fragmento apócrifo:

(…) Mi amigo se recompuso, pero eso no quería decir que no pudiera volver a sufrir otro decaimiento. Esto nos hizo andar lentos y precavidos por aquel paisaje semidesértico que de a poco fue dando paso a la vegetación. 

Ese día encontramos un charco de agua, y nos hubiera parecido una bendición, de no ser porque tenía muy cerca una enorme plasta de excremento. De todas formas nuestra sed superaba nuestros escrúpulos y bebimos. Mi amigo se lanzó apresurado a tomar el agua con sus manos. Yo preferí hacer un pocito cerca, dejar que el agua turbia se asentara, y entonces bebí. Lo hice con una güira que usé de recipiente luego de comer su interior. Ya había saciado en algo la sed y el hambre. Solo nos quedaba encontrar una carretera o una finca. Era imposible que a esas alturas no hubiésemos encontrado nada, a no ser que estuviéramos andando en círculos (…) 

Guantánamo. Tarde del 17 de febrero de 1996

VI

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

En su celda, Iliana recuerda cuanto sucedió hace un año. Por aquel tiempo no conocía la prisión, sin embargo, ya sentía que Cuba se le iba haciendo una de la que era imposible escapar. Por demás, las miserias de aquellos años reforzaban su percepción de habitar un infierno hermético y asfixiante, como son todas las islas encerradas en sí mismas. Tuvo entonces la suerte de encontrar trabajo pronto y sin mucho problema, esta vez como vendedora de artesanías que dos hermanos creaban con cortezas de cocos. La muchacha de Cuenta Conmigo se convirtió en “La coquera” recorriendo desde muy temprano las playas de Marazul, siempre a cuestas un saco de cocos tallados que vendía a los turistas. 

A lo largo de sus jornadas laborales, Iliana iba y venía entre dos realidades muy distintas entre sí, aunque separadas por escasos kilómetros una de la otra. De un lado estaban las playas, donde los turistas organizaban fiestas con relativa opulencia y disfrutaban plácidamente de mujeres, mariscos, sofisticados cócteles y baños de sol; y del otro la ciudad, donde cada día pesaba como un siglo sobre su estructura decadente, y una comida sencilla era motivo de júbilo familiar. 

Aunque no era un gran emprendimiento, el negocio de los cocos rindió frutos. Además de embolsarse unos cuantos dólares, este trabajito la ayudó a hacerse de amistades en la playa, como el gerente de la discoteca Aché del hotel Meliá Cohiba, quien le permitía entrar gratis junto a cualquiera que la acompañase. Las jineteras que rondaban los bajos del hotel no tardaron en percatarse de su privilegio, ni Iliana en sacarle partido a aquel favor, así que los sábados las dejaba ir con ella a cambio de cinco dólares. 

Cuando comenzó la etapa invernal, los turistas regresaron a sus países e Iliana a su provincia. Al llegar, se percató de lo mucho que había cambiado Guantánamo en cuestión de un año. La ciudad parecía estar en plena ebullición. El mismo entusiasmo desesperado y suicida que antes sacudía las costas habaneras se replicaba ahora en Oriente, muy cerca de la Base Naval estadounidense. 

Por las calles donde unos años atrás se celebró la expulsión de miles de cubanos ahora se conspiraba en silencio la huida. El acto de emigrar había dejado de ser un ominoso pecado para volverse un deseo generalizado, casi una obsesión de masas. Los 7000 pesos necesarios para pagar un guía por los parajes que circundan el pedazo de territorio gringo en Cuba era un secreto a voces. Del resto de la travesía nadie hablaba. Era cuestión de suerte, recuerda que decían. 

Ahora, mientras Iliana espera el juicio tras los barrotes, su padre escucha la radio con el oído pegado al equipo. Después de bajar el volumen, mueve despacio el sintonizador, intentando captar con claridad la voz de los locutores de Radio Martí. Entre rápidas noticias, alguien menciona a una joven cubana que, después de 37 días en un calabozo, será condenada por intento de salida ilegal del país. “Iliana Hernández Cardosa, se llama”, escucha el padre sorprendido. Luego, por primera vez en mucho tiempo, respira aliviado. 

Fragmento apócrifo:

(…) La noche anterior hizo un frío terrible en el monte y decidimos cubrirnos con montañas de hojas, sin percatarnos de que estaban repletas de insectos. Por eso amanecimos llenos de ronchas y con la piel rojiza de tanto rascarnos la comezón. Así de destruidos llegamos a los pies de una carretera solitaria, pero la felicidad era tanta que desaparecieron el cansancio, la picazón y el dolor de pies.

Un tractor apareció a lo lejos y avanzaba hacia nosotros.

No lo hagas, que puede ser peligroso, me susurró mi amigo. Estábamos escondidos en la maleza cercana y podíamos haber dejado pasar a aquel hombre, pero me di por vencida. Salté a la carretera y le pedí que nos llevara a la ciudad o a algún pueblo. El hombre no se asustó. Tampoco preguntó por qué andábamos como un par de salvajes. Simplemente accedió de muy buena gana y subimos a la máquina. En el viaje nos topamos con un punto de control. Pensé que pasaría de largo, sin embargo, el hombre se estacionó en la misma entrada. Parecía divertido cuando le dijo al guardia de la entrada: “Aquí le traigo a dos que se iban del país” (…)

Guantánamo. Mañana del 18 de febrero de 1996

Iliana Hernández. Foto: Helman Avelle

Contralmirante de un bote solitario que teme a los aviones, periodista accidentado, fumador de cuanto combustione, bebedor de mercurio, enamorado de los mitos y de todo aquello que termine en un “Basado en hechos reales”.
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