Ilustración: Gabriella Meszaros
“La belleza de la isla que se la lleve el diablo”, dijo Eliseo Diego. Lo que no dijo es que el diablo llegó y mandó a parar. Que ordenó al instante de gloria que se detuviera.
El instante eterno.
Un instante eterno es, por definición, un instante muerto. El diablo que sobrevuela el taller de la costurera en el cuadro La anunciación, de Antonia Eiriz, es el mismo que se llevó la belleza de la isla, el diablo de Eliseo.
El artista Nicolás Guillén Landrián, de vuelta en el 44 Festival de Cine de La Habana después de medio siglo de ostracismo, pretendió arrebatarle la belleza al diablo, la belleza del instante precioso por el que Fausto se jugó la vida, ese del que había jurado no decir jamás: “¡Oh, instante, detente, eres tan bello!”.
El instante de belleza total es un instante mefistofélico. Es el instante revolucionario en el que Cuba tuvo que pagar su deuda y entregar el alma. El ángel exterminador de Antonia Eiriz vino a cobrar una deuda fáustica.
Fidel Castro es Fausto, el hombre que quiso eternizar el momento, el que pactó con el diablo de la historia con tal de ser absuelto. Por eso, el instante castrista es diabólico: cae con la perentoriedad de un corte cinematográfico en la medianoche del 31 de diciembre de 1958.
Fidel es también el primer cineasta, el dueño de las luces, las cámaras y los micrófonos. A partir de aquel instante totalitario se rodea de escenógrafos, luminotécnicos, vestuaristas y un elenco estelar. Un instante muerto debe ser maquillado, embalsamado y mantenido vivo artificialmente por la mentira del arte, como hizo Gutiérrez Alea en Los sobrevivientes. El ciudadano Castro gritó “¡cut!”, y el diablo salió volando con la belleza de la isla.
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La locura cubana ha tomado infinitas formas. Una de ellas, la más compleja y trágica, llevó el nombre de Nicolás Guillén.
Por ese nombre falso comienza la tragedia. El patriarca de la familia había hecho brujerías con el patronímico (Guillén-Bokongo, Guillén-Banguila, Guillén-Kumbá, reza su poema El apellido), y la generación del sobrino no tuvo otro remedio que deslindarse por la línea materna. Dato curioso: el segundo apellido de Nicolás Guillén era Batista. La película de Ernesto Daranas se titula, eufemísticamente, Landrián.
Daranas le ha dedicado una película al artista que atrapó el instante, el nigromante que destapó el secreto del éxito instantáneo de Castro. Porque también las películas de Landrián están hechas de instantes y fracciones de segundos. De confetis, relámpagos y basura temporal.
El cine de Landrián es un cine pobre, hecho con una Arriflex de 36 milímetros y dos ayudantes. Sin embargo, Nicolás se paseó por el ICAIC como un príncipe. Ahora, a veinte años de muerto, se presenta ante las puertas de la academia como un maestro indiscutible. La riqueza de sus imágenes ha resistido el paso del tiempo: sus instantes, todos sus cortes, la confusión y el desorden de innumerables secuencias, planos e intertítulos, su poesía, sus tremendos close-ups, se han vuelto eternos.
¡Oh, instante, detente, qué bello eres!, proclama, veinticuatro veces por segundo, el cine de Landrián. Sin embargo, existe una ley que impide la existencia simultánea de dos Faustos en un mismo pueblo, dos señores del instante dotados de poderes extraordinarios, tocados con la facultad de conjurar la eternidad. Dos directores, dos dictadores, practicantes de lo que el teórico de los medios Wolfgang Ernst ha llamado cronopoética. Porque, si hubo algo lírico en la temporalidad de la dictadura, ese algo quedó plasmado en el cine de Landrián.
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Una asamblea obrera; los eventos diarios de una fábrica de miserables guarandingas; un baile campesino con milicianos; una infame campaña nacional para el cultivo del café; la melancolía de los barqueros del Toa; el transcurso de un río indiferente en una región indiferente: lo cubano adquiere una dimensión trágica al caer en el ojo de Landrián. Ni Pogolotti, ni Arche, ni Raúl Martínez retrataron mejor a un pueblo en crisis: Landrián fue, esencialmente, un pintor, el más alto exponente del muralismo socialista.
Tampoco Walker Evans, Korda, ni Corrales se habían adentrado de manera tan resoluta en las contradicciones de la belleza instantánea. Lo sublime y lo heroico resultan doblemente problemáticos en la obra de Landrián. ¿Qué argumento político nos proponen esas guarandingas? ¿Cuál es el verdadero lugar del negro en el retablo revolucionario? ¿Por qué aquellos bembés cinéticos quedaron fuera del recuadro? ¿Quiénes son esas mujeres heroicas sorprendidas en el brinco entre un mundo y otro? ¿Era el Partido un lugar propicio para los efebos del río?
El entusiasmo de Landrián por lo eterno cubano, por la endiablada disponibilidad de lo cubano, es intrínsecamente revolucionario. Si hubo revolución en el cine en los años de la gran ilusión, si la realidad fue confrontada alguna vez con profundidad crítica, fue en el documentalismo de Landrián.
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Un cine que se aparta del cine y toma distancia crítica de la narrativa al uso. Un cine de su tiempo, contemporáneo del situacionismo y, tal vez, precursor de los experimentos audiovisuales del Guy Debord de La sociedad del espectáculo.
El espectáculo había triunfado también en Cuba, sobre todo en Cuba. Nuestra república decadente, imposibilitada de fabricar otra cosa que espectáculo, produjo (en la acepción capitalista del término) a Fidel Castro. Fidel y su revolución son el producto en el que se materializa “todo aquello que el Sistema fue capaz de concebir y lograr”.
La revolución castrista fue una batalla ganada en las páginas de los periódicos: Castro como el Ciudadano Kane del batistato. Con él, un torrente de palabras irrumpe en el campo visual de lo cubano. Es por lo que Landrián transita naturalmente —como Debord; aun antes que Debord— hacia el letrismo. Las fuerzas políticas que obstaculizan la realización de su obra son las mismas que proveen el material retórico de sus creaciones.
“El espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es el movimiento autónomo de lo no-viviente”, dice Debord; pero Landrián no solo es el artista del espectáculo general, sino el poeta de la literalidad revolucionaria. También del literalismo sectario, un letrismo maligno que extravía las mentes y martillea las conciencias hasta hacerlas perder la noción de lo real. Ese letrismo llega a suplantar la realidad, a colarse en la película y abarrotar la pantalla con el movimiento autónomo de lo no-viviente.
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Un pueblo sorprendido por la historia pasa por delante de la cámara, encandilado por las luces de los noticieros. Un pueblo que repite parlamentos, listo para su close-up; un pueblo teatral al que se le han entregado un libreto y una libreta. El tema de Landrián es el idioma de la revolución misma; los intertítulos de Landrián son la cháchara del lumpen, la campesina y el obrero, órdenes bajadas de arriba, la didascalia del Estado demagógico. Es el lenguaje de las consignas llevado a la palestra pública, donde es expuesto, deconstruido y desacralizado. Los orientales, los habaneros, los tractores, las guarandingas y, en cierto modo, los abakuás, los bokongos y los descendientes de taínos, pasan a formar parte de la más grande superproducción histórica del cine latinoamericano.
También los textos y las consignas caen bajo el lente y reciben tratamiento de close-up. La enajenación revolucionaria reside en el lenguaje, y ese trastorno, que es el de Landrián, salta a un primerísimo plano: farfullante y arrebatado, inunda la sala con su luz. Al mismo tiempo (y ahí reside el genio poético de Nicolás), la palabra fotografiada, la letra encartada, invita a leer entre líneas, a reconsiderar aquello que presenciamos. El cine de Landrián es una advertencia. Desde la pantalla, el espectador recibe un llamado a deletrear, desalfabetizar y descreer.
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Ese llamado se oye aún en las dilapidadas salas de los cines cubanos. La advertencia de Landrián no cayó en oídos sordos, sus imágenes se impusieron finalmente a la ceguera del ICAIC. Gracias a la película de Ernesto Daranas, Nicolás Guillén Landrián reaparece en el 44 Festival de Cine de La Habana para exponer su caso ante el pueblo.
El filme de Daranas sigue la trayectoria artística de Landrián, que concuerda puntualmente con su proceso político: Landrián es un CSI: La Habana donde el culpable nunca llega a ser descubierto, mucho menos llevado a juicio. Gretel Alfonso, la viuda de Nicolás, es la Scheherezade de los mil y un escaches del cineasta: procesado por tenencia de armas de fuego, acusado de mariguanero, diversionista, mujeriego y decadente. Hostigado por faltarle el respeto a la sacrosanta figura del dictador en un pasaje de Coffea Arábiga que ya forma parte de la leyenda fílmica. Nicolás siembra flores de café en la barba del demagogo, yuxtapone la música de The Fool on the Hill a las postalitas oníricas de la Sierra. Así va a parar a Mazorra, el tonto en el manicomio.
Su exégesis del proceso revolucionario provoca la cólera del ICAIC, el instituto obsoleto que el estudioso Juan Antonio García Borrero pretende salvar del descrédito en un artículo reciente, repleto de malentendidos. La independencia artística del ICAIC, según la tesis de García Borrero, estuvo amenazada por la instauración del Ministerio de Cultura, que en 1976 vino a reemplazar al Consejo Nacional de Cultura, por la misma época en que Nicolás recibía veinte electrochoques.
Según Borrero, Ambrosio Fornet habría exhalado un suspiro de alivio cuando, “durante la sesión de clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular, se anunció que iba a crearse un Ministerio de Cultura, y que el ministro sería Armando Hart”, mientras que Alfredo Guevara expresaba su temor de que fueran a “convertirnos en funcionarios arquetípicos, transmisores de las decisiones del Ministro, coordinadores ajustados a determinadas normas”.
Guevara, el arquetípico comisario comunista, cuyos caprichos estéticos llegaron a confundirse con la liberalidad, confiscó y luego transformó la antigua Cinemateca de Cuba en su Xanadú privado. Las suspicacias de Guevara no se debieron, como propone Borrero, a diferencias programáticas interdepartamentales, sino a vulgares chanchullos palaciegos. Sin embargo, el crítico parece creer que la pérdida de autonomía del instituto debe achacarse a los “daños colaterales” que acarreaba “insertarse de modo mecánico en la nueva estructura”, y concluye que “no es hasta 1986 que el ICAIC recupera parte de la independencia perdida”.
El artículo exculpatorio de García Borrero concluye con un canto de victoria: “El ICAIC jamás ha dejado de ser considerado el espacio que una y otra vez debe ser controlado desde lo externo […] lo que explica el origen y permanencia del inconformismo que […] sigue garantizando que no muera el espíritu emancipador del cine como expresión artística. Es decir, el cine auténtico, el que provoca y hace de la herejía su única razón de ser”. En cambio, en una pieza imperdonable de 2008, el crítico hablaba en muy distintos términos de la razón de ser de otros cineastas herejes.
Para el García Borrero de 15 años atrás, “En sus propias palabras (1980), de Jorge Ulla, Retrato inconcluso de René Ariza (1983), de Rubén Lavernia, Conducta impropia (1984), de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, Nadie escuchaba (1988), de Néstor Almendros y Jorge Ulla, o Seres extravagantes (2005), de Manuel Zayas”, eran películas “limitadas en la misma medida que hacen suyas una retórica y una práctica que en principio están combatiendo (la retórica de la intolerancia), pero a su vez son importantes por aquello que gustaba repetir San Agustín: Conviene, sin embargo, que haya herejes. Conviene, porque sin ellos, no habría discusión en qué fortalecer la fe”.
Pero, ¿no es culpable el cine cubano de haberse fortalecido, cuando le convino, con las patrañas de la fe? ¿Y de qué fe habla Borrero? ¿La del ICAIC? ¿La del Partido? ¿La de los autos de fe del castrismo? Por eso mismo, un cine independiente deberá emanciparse, simultáneamente, de los grilletes del ICAIC y de la crítica que clama autonomía y suscribe automáticamente la narrativa del Poder.
Por su parte, Dean Luis Reyes, uno de los teóricos del Festival de cine INSTAR, opina, en un artículo de Cubanet, que “en los últimos 20 años, se ha confirmado la pérdida de autoridad de una institución cuya singularidad y relativa autonomía, al menos en sus primeros 30 años de existencia, descansó en el fuerte vínculo de su dirección con el poder político en Cuba”. Solo que ese ICAIC renormalizado por los críticos no es, de ningún modo, el mismo ICAIC que conocieron en los años sesenta Miñuca y Fernando Villaverde, Néstor Almendros, Jiménez Leal, Fausto Canel y Chema Castiñeyras. ¡Que el verdadero ICAIC acabe de dar el paso al frente!
Dean Luis Reyes aventura la noción de que “gracias a esa sintonía, el Instituto de Cine pudo sobrevivir mejor a las purgas que sufrieran campos como el literario o el teatral. También gracias a ello, pudo sostener una relativa soberanía en la que coexistieron discurso político y experimentación artística con ejercicios de disenso”. La convergencia en una narrativa de reparación parece ser la clave de la última metamorfosis del viejo ICAIC (que, contradictoriamente, figura en los créditos como productor de la película anti-ICAIC de Daranas) además de ser la pauta que posibilita la membresía en las filas de la recién estrenada Asamblea de Cineastas Cubanos a un Pichi Perugorría, entre tantos otros que han terminado, o terminarán pronto, arrimándose a lo inevitable.
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Dudo que Gretel Alfonso haya imaginado que algún día tendría que presentarse ante las puertas del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos armada de memorias y terribles legajos, del brazo de su marido Nicolás. O que le tocaría devolver a la patria, de la que nunca debió ausentarse, el cuerpo del príncipe Landrián —antes de poder dedicarse a examinar el misterio del artista que para muchos fue un poseso y un iluminado, el loco de Miami y Mazorra, presa de las contradicciones de una época y de dos ciudades poseídas por el diablo—. Zurcir esas memorias es un trabajo digno de la costurera de Antonia Eiriz.
Con delicadeza de entomóloga, Gretel examina estoicamente, acompañada de Ernesto Daranas y el memorioso fotógrafo Livio Delgado, un proceso político que es, después de todo, la historia de un asesinato en efigie, un crimen de lesa cultura que lleva el nombre poético de Guillén. Daranas asumió la defensa del cineasta maldito en su discurso ante el público del Festival de La Habana, y aun ante la Historia: pues, si censurar deshonra, honrar tendrá siempre el efecto contrario.
Recordé entonces, delante de la pantalla donde acababa de ver el Landrián de Daranas, el día que Nicolás y Gretel recibieron un VHS llegado clandestinamente de Cuba, y del que nunca se supo exactamente cómo había aparecido. Fue en 1995, en el downtown de Miami, un pueblo nuevo que Nicolás plasmó magistralmente en su último filme.
Nicolás y Gretel vivían en el motel Centroamérica, donde hoy se levanta un feo estacionamiento del Miami Dade College, a un par de cuadras de mi cuartucho de la calle Segunda del Northeast, en el hotel Colón, ya desaparecido. Al Centroamérica se entraba por un vestíbulo muy hollywoodense que contenía una colección de fogones antiguos arrimados a las paredes. Me asomé a la habitación en el instante en que Nicolás miraba, por primera vez en muchísimos años, sus películas.
Eran copias malas, de grano grueso, y aun de lejos pude identificar unas imágenes que recordaba de la niñez, que era también la infancia de la revolución que nos había lanzado al fondo de Miami. Permanecí en silencio, observando la terrible escena. Cuando, al fin, el cineasta apartó la vista del televisorcito, me encontré con aquellos ojos negros que habían calado en lo hondo de Cuba, fulgurantes y espantados.
Son el espanto y el fulgor que la película de Daranas nos obliga a ver.