Ilustración: Alen Lauzán
El joven mayabequense Josué Forcelledo tuvo la brillante idea de disfrazarse de Hitler para Halloween. Como era de esperar en el ambiente surrealista habanero, Forcelledo se llevó el primer lugar en el concurso de disfraces del Centro Cultural Maxim Rock.
En la PNR de Mayabeque, donde Forcelledo fue interrogado con relación a su probable filiación nazi, el joven negó tener conexión alguna con el partido nacionalsocialista alemán. El uniforme que había llevado a la fiesta no era un original, sino “un disfraz que confeccioné con mi propia ropa”. Posiblemente, con ese atuendo hubiera podido pasar por Camilito.
Al leer la noticia, recordé mis inocentes incursiones en el ambiente surrealista del nazismo cubano. Tendría 16 años cuando entré por primera vez en la sinagoga de La Habana, que en los años setenta era una cervecera con pista de baile. Los judíos cubanos habían sido expulsados de la Tierra Santa, y su tabernáculo transformado en capilla del coyulde (gugléenlo). Lo que quedó atrás eran las ruinas de una civilización hebrea que no entregaba sus claves a la ignorante pepillada posrevolucionaria. El coyulde y el lager nos eran familiares, pero ¿qué rayos era una sinagoga?
Seguramente, Fidel no supo nada de esto, como tampoco se enteró de tantas otras atrocidades. En una entrevista del 2010 con Jeffrey Goldberg para el magazine The Atlantic, el Máximo Líder recuerda que en su primera infancia, la gente de Birán creía que “un judío era un pájaro con la nariz grande”. Para él, los judíos, según la transcripción de Goldberg, habían sido “expulsados de su tierra, perseguidos y maltratados en todas partes, por haber matado a dios”.
Enseguida, el diletante oculto debajo del chándal de Adidas se aventura en el campo minado del darwinismo social: “En mi opinión, esto es lo que les pasó a los judíos: selección reversa. ¿Qué es la selección reversa? Durante dos mil años ellos fueron sometidos a terribles persecuciones y pogromos. Uno pensaría que habrían desaparecido; pero su religión y cultura los mantuvieron unidos como nación”.
El hombre que destruyó nuestra pujante república; el Tito que saqueó el templo y lo convirtió en el templete del bailoteo; el que transformó el Capitolio en un museo de ciencia y el Senado en un museo de cera, habla, desde una macarrónica dialéctica reversa, en nombre del pueblo que él mismo empujó al éxodo.
Expulsados de su tierra, perseguidos y maltratados en todas partes por haber negado al dios de la izquierda (Goldberg viajó a Cuba con la comisaria Julia Sweig, y se describe a sí mismo como ex-self-defined-socialist), los exiliados cubanos son las víctimas del führer que ambos intelectuales estadounidenses judíos tuvieron ante ellos y se negaron a reconocer.
Nosotros, los negadores del mesías que entró a La Habana alrededor del día de Reyes de 1959, hemos mantenido nuestra cohesión nacional en la Diáspora gracias a una contracultura y una devoción anticastristas transmitidas durante generaciones, de madres y padres a hijos e hijas. Nosotros, los judíos del Caribe, apartados, apestados y vilipendiados en academias, concilios y congresos. Nosotros, la excrecencia y la anomalía en el concierto de las naciones de América. Nosotros, los marranos empantanados en la Bahía de Cochinos. Nosotros, los sobrevivientes de un pogromo que ya en 2010, cuando Goldberg entrevista a Castro, duraba medio siglo. Nosotros, los esclavos que, a estas alturas del siglo XXI, somos desterrados a Egipto a golpe de diez mil por mes. Los que seguimos dejando atrás casa, familia e historias.
Nuestro hitlerismo ha sido invisible, porque el comunismo es un espectro que vuela, indetectable, sobre las cabezas de los intelectuales europeos y el electroproletariado norteamericano. Es el famoso Gespenst del Manifiesto Comunista, el fantasma dialéctico que cambia de forma y disfraz en un perpetuo Halloween epistemológico.
La dictadura y el fascismo son visibles, y hasta demasiado afocantes, en la Argentina de 1985 y en el Chile de 1973, pero no en la Cuba nacionalsocialista de 2023. No solo somos considerados moralmente inferiores a Alemania e Italia, sino también a las repúblicas bananeras de Bolivia y Guatemala. A los cubanos se les ha negado figurar en los que Virgilio Piñera llamó, con conocimiento de causa, “altares del horror”. Castro es peor que Hitler, precisamente, por haber sido absuelto por la Historia.
Resulta que el fascismo es identificable y fácilmente condenable en cualquier lugar, menos allí donde ha durado más que en ninguna otra parte. Deberíamos darle una medalla de oro a Forcelledo por haber desenmascarado, en una noche de Halloween, al elusivo fantasma del nacionalsocialismo cubano. Por haberlo subido a escena, con bracito extendido y todo. Por haber hecho que el chiste reventara por las costuras a fuerza de tanta relación obscena con la falsa conciencia.
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