¿Quién dijo “No digas gay” en Miami?

Ilustración: Alen Lauzán.

A los pocos meses de llegar a Miami de vuelta de Los Ángeles, me vi abocado a la crisis del Mariel. Mi salida de Cuba un año antes, junto a otros 3.500 presos políticos, había marcado el apogeo de otra intentona fallida de distensión y falsa reunificación. 

La debacle de la Embajada del Perú, los horrores del Mosquito y la flotilla de desesperados que arribó a las costas de Cayo Hueso fueron el corolario de tres años de esfuerzos estériles por parte de cubanos y estadounidenses empeñados en acercar de manera pacífica, aunque forzada, las dos mitades irreconciliables de Cuba. 

Aquellos que buscaban salida por el puerto del Mariel enfrentaban un tribunal de certificación en el que se les obligaba a acusarse de escorias y homosexuales. Al llegar a Estados Unidos, los proscritos encontraron una ciudad en plena revolución sexual: la renovación de los 80 ofrecía oportunidades insólitas a los siervos liberados, y la solución al desamparo podía encontrarse en las discotecas. 

Empatarse con alguien en la pista de baile, algún sugar daddy o patrocinador, era asegurar un techo, una ducha y un plato de sopa caliente. Salir de las calles peligrosas, de debajo de los puentes o de la prisión de Fort Chaffee, venderse por un modesto estipendio, ejercer sin complejos el negocio más antiguo del mundo. Ofrecer la carne y trabajar la calle. Hacer de vedette en un show de mala muerte: todo eso ofrecían los tugurios de Flagler y Collins a las hordas de aventureros.

Eran hombres curtidos que conocían las condiciones infrahumanas de una dictadura. Muchos venían directamente de la cárcel. No existe un libro de testimonios de los sucesos de la Embajada del Perú, pero los horrores que soportaron aquellos 10.000 héroes y heroínas de la contrarrevolución, son leyenda. De manera que atravesar las puertas de una discoteca como 13 Buttons, en los arrabales de South River Drive, entrañaba una emancipación no solo sexual, sino existencial. 

El ambiente en 13 Buttons era de orgía y desastre. La libertad daba miedo, pero solo hasta que el marielito aprendía a transgredir nuevos límites. Todas las razas, todos los sexos, todos los caprichos y todas las tendencias tenían cabida en el gran potaje. Las barras de Trece Botones fueron el laboratorio de la enajenación cubana, un Tropicana bañado en luces estroboscópicas y propulsado por el perico sintético. Aquel ambiente de mazmorra musical fue el hábitat del gran experimentalista Reinaldo Arenas, el poeta Pedro Jesús Campos y el artista conceptual Fernando García.

Al cruzar la calle estaba el circo romano del Waterfront, y atracado en los muelles, un ferry del placer que surcaba de madrugada el río Miami. En downtown estaban el Uncle Charlie, el Doble R, y el fabuloso Roxy, un boliche con su propio burdel. En Biscayne estaba el Cactus, y en la Calle Ocho, el Second Landing y El Carol. En Bird Road, el Leperchaum y el segundo Uncle Charlie, y en la US-1, el Harlequin. En South Miami, Cheers, taberna de lesbianas, y en Fort Lauderdale, los megadiscos Copa y Limelight. En North Miami, el Boardwalk, donde los clientes podían quitarse la ropa y desfilar por la pasarela en una competencia animada por la gran dama Enriqueta. En Wynwood, el Salvation y el Fire & Ice. En Flagler y la Segunda del North East, estaban las tiendas de video, los antros de glory holes, los timbiriches de juguetes eróticos y el cochambroso Parque de las Palomas.

En la 57 Avenida estaba The Hole, un bar de motociclistas sadomaso con sus esclavos desnudos atados con cadenas, echados en el piso, lamiendo las botas de los señores. Entrar allí con camisita planchada era arriesgar ser echado a patadas y lanzado a la calle. La estética era facha, con profusión de cuero, gorras de plato y enseñas de masculinidad militante. 

Estaban, además, los bares de La Playa: el Boomerang en la calle 23, y el AM/PM, en el local que ocupara el Club Nu, en la 22, donde en 1984 vi a Grace Jones declamando Warm Leatherette. Más abajo estaba el hotel Seagull, en el que se hospedaba Reinaldo cuando venía de Nueva York, con el bar Beirut en los sótanos, en las inmediaciones de la playa de flete de la 21, el teatro burlesque, el vodevil, los cines porno y los mini-movies

La revolución sexual logró en South Beach lo que los dialogueros nunca pudieron conseguir en el caso de Cuba: la convivencia armoniosa de todas las tendencias, desviaciones, inadaptaciones y perversiones. En el Warsaw Ballroom ni en Paragon nadie necesitó nunca del permiso del Partido para meterse en el baño del sexo opuesto, pues la mojigatería genérica carecía de sentido en aquel Miami. Las discotecas eran un paraíso unisex y la idea de contraer matrimonio a imitación de las parejas burguesas era considerada retrógrada.

Warsaw y Paragón fueron territorios en los que se difuminaron, positivamente, las fronteras entre straight y gay, hembras y hombres, derecha e izquierda, anarquía y democracia. La Playa de entonces era barata, sórdida, tolerante y sensual. Los fetichistas y las locas, los señores y los esclavos, las damas transexuales y las putas, todos tenían cabida en un “Tea Party”, un concepto que aún no estaba asociado a la política republicana. No existían banderas ni nomenclaturas; la lealtad a la causa era suscrita con hechos, no con siglas. Así South Beach llegó a ser, por un par de décadas, la primera república transdemocrática posmoderna. 

Allí se habían asentado Stallone y William Burroughs, Madonna y Bashevis Singer, Betty Bathroom y Mick Hucknall, Ronnie Wood y Tomata du Plenty. El gran empresario cubanoamericano Louis Canales concebía el liberalismo a nivel de barra, de retrete y de pista de baile. South Beach alcanzó un balance sociopolítico no igualado en épocas posteriores. Luego vendría la debacle y la desbandada. Luego vendría el SoBe de los toques de queda y los tiroteos.

Emigraron los liberales, los gais, los decadentes y los progres, o fueron sacados de escena al desembarcar los hip-hopperos, enemigos del ideal cosmopolita. Con ellos vino el culto del dinero, la fama barata, la concupiscencia y la homogeneidad. Subieron los alquileres, comenzó la era del bling, el twerk y la gentrificación. Rolling Loud Weekend reintrodujo en el potaje la violencia machista y las guerras urbanas. Scarface volvió a ser el santo patrón de Miami. Solo en 2019 hubo diez balaceras y cuatro muertos. No hacía falta adjudicarle “No digas gay” a algún partido político: ya estaba escrito en el certificado de defunción de un Miami olvidadizo que renegó de sus orígenes para ir a venderle el alma al diablo del corporativismo.

 

Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.

Néstor Díaz de Villegas es un poeta y ensayista cubanoamericano. Ha colaborado con Letras Libres, El Nuevo Herald y The New York Times. Creador de Cubista Magazine y NDDV.blog. Reside en Los Ángeles.
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