Ilustración: Alejo Caner
Tengo 15 años y no sé por qué tengo este personaje montado: me hago el que he vivido mucho y ando por la noche habanera como si yo fuera un viejo experimentado. Pero no, tengo 15 años y cero experiencias en el amor.
Yo a los 15 años estaba en llamas, no es que ahora esté mucho mejor; pero en aquella época estaba incomible. Me había demorado mucho en desarrollar, era bastante lampiño y la gente de mi edad no quería salir conmigo.
Solito, andaba por La Habana de noche. Había escuchado par de historias interesantes de lo que pasaba en la ciudad; y para no quedarme atrás salí.
Siempre me he sentido más cerca de la gente de 50 y 60 años. Nunca he sido mucho de piquete de gente de mi edad. Pues nada, allí estoy, a los 15 años, vestido en candela, disfrazado, entrando por la puerta del Gato Tuerto como si yo fuera el papi sexy.
El Gato Tuerto de La Habana, en la calle O número 14, entre 17 y 19, estaba casi frente al mar y era la cuna del bolero. Por ahí había pasado todo el mundo. Cantantes y compositores duros que ya no estaban. Los duros del filin, que estaban de fiesta desde mucho antes de mi nacimiento.
Llego y como si fuera parte de todo ese mundo, me reciben la mujer que había sido bailarina de Tropicana y que ahora estaba mayor, el cocinero simpático y el dueño del paladar que cantaba a viva voz; me reciben la joyera y la camarera que a cada rato me regalaba tragos. Ahora me viene a la cabeza el rostro del cajero: ¿qué será de la vida del loco ese?
Me paro en la barra, me pido un añejo y la gente me descarga como si yo fuera uno más. Allí encontré un hogar. De repente, al escenario, en silla de ruedas, llega Elena Burke acompañada por una mujer morena delgada, que es la que la lleva.
Es la primera y la última vez que voy a ver a la diosa Elena. Elena está gorda, lleva unos espejuelos grandes y como una tela tirada en los hombros, con estampado de tigres o leopardos (no me queda claro).
Se apaga la licuadora, se deja de fumar, se deja de respirar. ¡Silencio! Es Elena. Es ella. Mírala. Una mujer que viene de Miami se arrodilla y le besa la mano. Elena la mira como diciendo: ¿Niña, y eso? Ay no… y se pone a cantar.
Elena canta y todos la acompañamos. Hasta el que no se sabe la letra, hasta el despistado, sabe que está delante de una catedral, delante de la canción. ¡A recogerse!
No canta Amigas, no canta Esta casa… pero la emoción es destructiva. Todo el mundo se queda con los ojos aguados. Elena no es la misma, pero al mismo tiempo está ahí. Viva… y cantando. “¡Niño, no toques esa gaveta que tiene cucarachas!”. El guitarrista la mira, ha vivido con ella mil historias y ha tenido el temple para aguantarla. Elena es mucha Elena.
Se acaba la función, la joyera viene y me abraza. Me tomo otro trago y de repente llegan seis alemanes de dos metros con mucho dinero y se paran delante del escenario y no me dejan ver cómo se llevan a la Burke. Estos tipos me hacen sombra: nadie me va a poder ver aquí en la esquina de la barra por culpa de esos blancones. No voy a perder la virginidad hoy tampoco. ¡Peengaaaaa!
Pasan los años y no sé dónde me entero de la muerte de Elena. Pasan los años y gracias a Dios, no solo pierdo la virginidad, sino que me caso, con una mujer echadita pa’lante, que de repente un día me viene y me dice: “Me van a vender la cama de Elena Burke”.
Yo no me lo podía creer. ¿Era la última cama de Elena? ¿Y si era una cama falsa? ¿Cómo íbamos a saber que era la última cama de Elena? La Calviña me dice que sí, que la cama es la cama de Elena, que se la va a vender Cristina, que al mismo tiempo se la ha comprado a un tipo llamado Lázaro, que vivía en el edificio de Línea y E.
En fin, sin tener como comprobar aquello, de repente nos llega una cama desarmada. Una cama de bronce antigua con unos cabeceros muy bonitos. Armamos la cama y aquello era una maravilla.
En la grabadora sonaba Duele y yo me tiraba en la cama pensando en las escenas de amor, de pasión, de la Señora Sentimiento ahí mismo donde estaba yo acostado. Pensaba en los amantes de Elena. Me imaginaba discusiones. Ella sufriendo. Llorando. ¿Lloraba esa mujer que era tan fuerte? Me la imaginaba sentada, recogiéndose el pelo, mirando su reloj. A la espera. ¿Aburrida?
Pasó el tiempo y un águila por el mar y mi esposa y productora y yo hicimos una película a la que le fue muy bien, y de la que he hablado en demasía. Santa y Andrés se vio en el mundo entero, pero a unos burócratas grises no les dio la gana de ponerla en los cines. A mi compañera y a mí nos empezaron a vigilar. No podíamos poner la película en el cine y tampoco sabíamos si íbamos a salir ilesos de esa. Quizá no íbamos a poder tirar un plano más en la vida.
Mientras esperábamos, sin ningún tipo de plan, solo porque las películas deben verse; se nos ocurrió invitar a algunos amigos a que vieran la película en la casa. No teníamos un televisor en la sala, ni teníamos sofá; y la pantalla que teníamos en el cuarto era pequeña, pero bueno… La única solución era esa, mostrar la película en la habitación y que los invitados se sentaran en la cama de Elena o se acostaran.
Mostramos la película una vez allí, y hacíamos sesiones para dos personas. No cabían más. Tres ya era mucho.
Los invitados llegaban y se quitaban los zapatos y se acostaban en la cama de Elena y veían la película prohibida. La cama de Elena se había convertido en el primer territorio libre de Cuba.
Los cabeceros de la cama sonando por la presión de los cuerpos al escuchar al personaje de Andrés gritando “¡Viva Martí!”. El polvillo de bronce que caía en el suelo. La destrucción de la cama. Nada me preocupaba. Esa era la cama de Elena y la energía de Elena nos iba a sacar de esa.
Una vez una santera me dijo que me estaba acompañando Raquel Revuelta y yo dije: “¿Qué hace esa señora aquí?”. Luego se lo conté a su nieto y me dijo que sí, que su abuela tenía sus misterios. En otro momento sentí que Cabrera Infante fumaba a mi lado; pero en las peores quien estaba presente era el espíritu de Elena.
Elena bajaba la vista y hablaba con calma, como diciendo “Cuando tú ibas ya yo venía”.
Por esa cama pasó mucha gente, que no iba a hacer el amor, pero iba a ver una película que se había hecho con mucho amor.
Por allí pasó Néstor Díaz de Villegas, en un momento en que yo no quería recibir a nadie, pero lo dejé, por ser él. Néstor quedó emocionado, se tuvo que meter un ratico en el baño, y cuando volvió a ser él, duro, frío, impenetrable, salió y se hizo el gracioso.
Por allí pasaron cineastas, embajadores, periodistas. Todos veían la película y al final acababan hablando de la cama de Elena, y de sus experiencias con la Señora Sentimiento.
Pasó otro pájaro por el mar y pasaron los años, y ni la productora, ni yo, ni los amigos que fueron a ver la película, ya viven en la Isla. Todo el mundo tuvo que “pedir permiso”, porque a todo el mundo le dolía y hubo que salir corriendo y dejar todo atrás.
El país estaba en llamas y se quemaba todo lo bueno con la maleza quemada.
Pido permiso
por no sentir que ya me estoy poniendo viejo
por no mirar jamás
un álbum de esos
que fijan hechos que ya no volverán.
Pido permiso para seguir viviendo a mi manera
sin importarme aquel que no me quiera
y mucho menos
el que me trate mal.
Hoy, julio de 2023, cuando ya no queda nada en esa Isla infernal, ahí sigue en pie la cama de Elena. En un apartamento del Vedado.
La cama de para siempre. Porque las duras, las buenas, no se desgastan. ¡Nunca!
Sin embargo, aquí, en esta camita que me toca ahora se oye…
Esta casa
que era todo un festival de trinitarias
se ha llenado de una pena extraordinaria
se ha quedado ya sin brillo y sin calor.
Esta casa
la de aquella niña que era mi alborozo
la de aquel joven vivaz y tan hermoso
ya no es casa, sino un predio del dolor.
Esta casa
que era el verde de mi andar y mi tibieza
hoy no es más que unos pedazos de tristeza
la dejaron sin amor.
De esta casa
se robaron mis más caras ambiciones
y un futuro hermoso lleno de ilusiones
en la forma más cobarde y desleal.
En mi casa
solo quedan los despojos de un cariño
y los dos cuartos cerrados de los niños
y unas ganas increíbles de llorar.
Por mi casa
que más bien es un desierto nadie pasa
hay un sentimiento muerto en esta casa
y un dolor que es inhumano soportar.
Por mi casa
solo se oye mi canción desesperada
el lamento de una vida fracasada
ya no hay casa
ya no hay nada.
Excelente. Conmovedor. Burkeano-Lechuga.
Espectacular crónica, de historias que pensé jamás serían contadas gracias ,se ha quedado nuestra casa sin Burques ,que triste es como arrancar de raíz la verdadera historia porque no se parece a la de otros, me emocioné mucho, me crié obligada por mi padre entre Cunis y Portillos de la Luz ,en medio de la avalancha de cantantes foráneas que fueron borrando de los jóvenes su verdadera cultura ,es cultura tan profunda tan similar a su gente ,en aquel momento llegué a odiar a mi padre y hasta llegué a expresar ,»…éste quiere obligarme a escuchar ésos negros con tambores y esas voces horribles que retumban «o Dios perdón por mi ignorancia ,gracias mi a mi padre por inculcarme esto que fluye en mi sangre que ahora me doy cuenta que se trataba de MI CUBA.
Éste escrito me removió el alma, gracias, cuánto diera por poder ver esa película.