Ilustración: Alen Lauzán
En una nueva entrega de Best Friends Forever, Juan Pin nos muestra el ocaso habanero de una estrella argentina de glam.
De un momento a otro, la película y su protagonista —como toda obra fílmica producida en Cuba desde PM, y todo cantante pop desde José Feliciano— son censurados y acusados de contrarrevolucionarios.
Si sabíamos que la así llamada “Revolución”, o nunca fue tal o había dejado de serlo a la altura de 1962, ¿a qué tanto aspaviento?
Todo esto ha pasado ya mil veces, y es como si viajáramos en una máquina del tiempo defectuosa y cayéramos, entre Gustavo Arcos y Fernando Pérez, en el gallinero de la Cinemateca en 2023.
¡Otra vez Arcos y Pérez!
¡Otra asamblea!
¡Nuevos golpes de pecho!
Lynn Cruz y Miguel Coyula son el dúo de Rita y Paco de la disidencia; Ramón Samada y Magda González Grau, los matapasiones de turno. Lo mismo si se mira desde la tribuna que desde la platea, el lamentable espectáculo parece concebido por el creador de Vivir del cuento.
El viejo ICAIC es Ruperto.
En el ICAIC, como en el Aleph, las frecuencias se cruzan. Hay 20 canales, y en cada uno, una butaca, un micrófono y una lámpara. Todos los entrevistados conversan al mismo tiempo con Juan Pin, con Juan Pan, con Juan Pon y con Juan Pun, en un juego de cámaras que apunta al infinito. Hemos entrado en la escena del bar de la Guerra de las galaxias. El nombre de la cantina es La muela bizca.
Alfredo Guevara, usurpador de la Cinemateca y madre del chanchullo, debe estar rabiando de la envidia en su mausoleo. Antes de bajar al Hades, se abrió con el profesor Abel Sierra Madero, en una entrevista de Letras Libres, de 2014: “Lo bueno sería ser millonario y a la vez revolucionario”.
Con la chaqueta Armani echada sobre los hombros, Guevara catequiza: “Cuando Raúl Castro está invirtiendo en el puerto del Mariel y no en el mercado mayorista que hace falta para desarrollar el sector privado y para que los cuentapropistas no tengan que robar, porque todos roban, está censurando y tomando una decisión política, está ejerciendo un poder. ¡Las cosas que me han hecho decir! Ya no me importa”.
Pero, ¿era esto un secreto? ¿Que los ladrones roban a unos millonarios que se hacen pasar por revolucionarios? ¡Y quién se acuerda de la estafa ZED Mariel!
Después, Alfredo añade algo que ni Arcos ni Pérez ni Rita ni Paco podrían entender. El aliento de Guevara apesta a formaldehído: “Para hablar de la conspiración en el ICAIC tengo que hablar de Edith García Buchaca, quien vive todavía y sigue fastidiando con más de noventa años”.
Por aquella época, García Buchaca fastidiaba en los Madriles y conspiraba desde el búnker de su hija Anabelle Rodríguez, editora de la revista Encuentro de la Cultura Cubana. Alfredo había tomado residencia temporal en el Valle de los Caídos, pero el exilio resultó demasiado estrecho para dos viejos censores estalinistas.
“Edith”, por supuesto, es el apodo cariñoso del comunismo, y “García Buchaca”, el nombre científico de la tiña que le cayó a la cultura cubana Mid-century. Alfredo Guevara habla en clave para Letras Libres, mientras que el roquero Fito Páez y el cineasta Juan Pin tienen que conformarse con El Toque, nueve años más tarde. Es como si no pasara el tiempo, como si el tronco revolucionario no avanzara hacia el aserradero, como si la historia de Cuba fuera un espejo roto enfrentado a otro espejo roto.
Alfredo Guevara seguirá fastidiando hasta después de muerto, pero desentrañar las contradicciones recurrentes de “la Revolución” está ahora al alcance de un baladista argentino. Cualquier discusión sobre la seudopelícula La Habana de Fito debe comenzar con esta salvedad: Juan Pin, su director, no es documentalista.
Y otras más: “La Revolución” no es una revolución. Alpidio Alonso no es quién para ocupar una tribuna y entrometerse en la industria del cine. Fito no entiende nada ni debería estar hablando catibía en La Habana en el momento en que Maykel Osorbo se cose la boca en el campo de concentración 5 y Medio.
Uno llega a admirar la candidez de Pedro de la Hoz. ¡Qué constancia de propósitos desde sus años de chivatiente en Cienfuegos! Pedro es coherente; pero el bodrio de Juan Pin es inexcusable.
Pin no es cineasta, pero hace cine y, cuando lo hace, se aferra a las greñas de Fito para acicalar su falta de criterio. Antes, se había agarrado de Pablito. Pero Pablito Milanés es una ballena ideológica, no una tabla de salvación. Su arte se salvará, sin dudas, pero sus veleidades políticas salpicarán a cualquiera que se le acerque.
¿De qué vale extraerle a Fito, con la picana eléctrica de la Arriflex, una confesión de solidaridad habanera, si el roquero todavía trata a “la Revolución” como si fuera un hecho aislado, sin conexión alguna con las dictaduras latinoamericanas canónicas?
Cuando por fin critica —y el spoiler aparece desde la primera toma—, lo hace como alguien que está molesto con el camarero que le sirvió espaguetis fríos. Que está mal, por supuesto, pero no tanto como para acusar de fascista al chef, ni pedir que lo fusilen o lo lleven ante tribunales internacionales. Eso estaba bien para Pinochet & Videla, pero no para La Habana de Fito, aun cuando La Habana de Fifo haya sido la raison d’être de las dictaduras australes.
¿En qué momento la palabra dictadura se volvió un argentinismo? ¿Y bajo qué circunstancias, académicas o artísticas, podría aplicarse al caso cubano? Fito también censura, y mucho mejor que Pedro, por ser maestro de la remezcla semiótica. Viene a Cuba a andarse por las ramas, a dárselas de barroco, a no meterse para lo hondo, a no mencionar por su nombre la prisión donde languidece un prócer latinoamericano de esta época: Luis Manuel Otero Alcántara.
Por su parte, El Toque procede como si “la Revolución” fuera un a priori. “Fito Páez contra la censura”, dice el titular, cuando un encabezamiento mucho más apto sería: “Fito contra la Revolución”, porque la censura es solo el rastrojo de la dictadura, la vaselina del fascismo. Dicho por una periodista apoltronada en el vestíbulo de un hotel madrileño, uno creería que se trata del tipo de cancelación que se le aplicó a Kanye West cuando se puso la gorra de MAGA.
Lo de Kanye fue un acto de repudio con visos de neocastrismo. Lo que practica el ICAIC desde la época de Alfredo Guevara es dictadura, pura y dura. Fito le responde a Pin lo que Pin quiere oír, porque Pin es el no-tan-secreto entrevistado de su propio filme; mientras que Fito no puede, ni quiere, adentrarse en la crítica de un país ajeno donde estuvieron prohibidos el rock, el gogó, Lacan, la Biblia, Borges, John Lennon, Walter Mercado, Celia Cruz, Conducta impropia, Severo Sarduy, Cabrera Infante, Edith García Buchaca y, últimamente, Lechuga, Coyula y Pin.
Fito debería evitar autocensurarse e incorporar de inmediato a su léxico cubano los vocablos “milico”, “oligarquía”, “tortura” y “desapariciones”, porque la palabra “censura”, a secas, es gelatinosa; una palabreja con la que uno puede tanguearse, demasiado neutral para un pueblo que no se recupera de la paliza recibida en el 2021.
El caso de los tres jóvenes negros —que Fito menciona de pasada— condenados a muerte en 2003 ante las cámaras del colaboracionista Oliver “Looking for Fidel” Stone, es historia antigua. Fito podría actualizarse, y aún está a tiempo de reeducarse y empaparse de las oscuras circunstancias que rodean los asesinatos políticos de Oswaldo Payá y Laura Pollán. Podría enchufar a las Madres de la Plaza de Mayo con las Damas de Blanco, o consultar la guía de nuestros desaparecidos. Conste, en cambio, que las únicas asesinadas que menciona este filme diversionista son las dos abuelitas de Fito.
Ya va siendo hora de que el cine cubano incorpore una dosis de noire, de crimen, cadáveres y mala sangre. Un cine negro que no quiera ser blanco y pasar por neutral. Porque el blanqueador Fito que nos vende Pin es solo una mala imitación del detergente Pablo. Las más recientes producciones del Juan Pin uberdisidente son sendos homenajes a cantautores y trovadores afectados por el síndrome de Estocolmo, películas que hay que ver con espejuelitos unidimensionales. Esa unidimensionalidad es la herencia del discurso trovadoresco, el legado de Silvio y Pablito.
San Pablo no solo salva a Fito de la drogadicción (¡Pablo Escobar, baja a ver esto!), sino que, encima, en el Festival Varadero 87, el “Buda” vuelve a rescatarlo, esta vez de los caprichos antiestéticos de la tiranía, cuando el friki rioplatense se atreve a quitarse la camiseta y mostrar al mundo su torso maltrecho y desnudo.
Pablo enmarca su defensa en una sarta de metáforas made in Bangladesh: “Realmente fue despreciable, o sea, un evento de aquella envergadura, con la cantidad de artistas de aquella calidad que vinieron, y que un simple periodista desconocido e ignorante de lo que se estaba haciendo allí en Varadero, criticara a los jóvenes que vinieron, como jóvenes desalmados que eran capaces de quitarse la camisa, entre comillas…”.
Diecisiete años antes, en el Festival Varadero 70, yo había dormido en la playa con un grupo de hippies antes de ser desalojado a palos de los baños públicos, enviado en guagua de vuelta a La Habana (Fito habla de un combi repleto de cervezas Hatuey que lo transporta a Matanzas) y arrojado sin conmiseración en el Parque de la Fraternidad en medio de la noche.
Según Pablo Milanés, Fito vino a enseñarles a los cubanos qué sabroso era el rock latino, precisamente en la ciudad que había negado y perseguido a los Flores Plásticas, los Almas Vertiginosas, Manolito el Salsa y El Conde, todos tan roqueros como Fito y mucho más problemáticos que él.
La película de Pin resulta ser un festival de boludeces. Hasta el antiguo esbirro Roberto Robaina toma la palabra para justificar, en torpe jerga diplomática, lo injustificable: “En esos momentos se chocó con todo tipo de criterios. Por tanto, ni siquiera el choque lo veo como un problema. Cuando la gente, o mucha gente, o sectores, o periodistas, o instituciones, se enfrentan a fenómenos nuevos, y no están preparados para entender esos fenómenos nuevos, no to’el mundo responde de igual manera”.
Pablo resume: “…como si fuera un delito. Menospreció el festival y la actuación de Fito en particular…”.
Juan Pin: “Pelo largo, roquero y homosexual, ¡eso estaba ligado…!”.
Fito: “¡Igual que allí, igual que en cualquier lado, en Latinoamérica…! ¡Drogadicto, homosexual y comunista…! ¡Ah, bueno… aquí comunista no!”.
Pin: “¡Drogadicto, homosexual y capitalista!”.
Fito: “¡Capitalista, sí, sí…!”.
Pablo, indignado, apela al derecho de réplica: “Acudí al derecho de réplica. Entonces salió un artículo, en el mismo periódico [Juventud Rebelde]. Dije: esos artistas que se arrancan la camisa, también se arrancan la camisa afuera, por Cuba. Y luchan por Cuba. Y sufren golpes y salen a concentraciones por Cuba. Entonces no hay por qué criticarlos, y al contrario, hay que acogerlos”.
Cecilia Roth, la Musa: “Se presentó en la Plaza de la Revolución. Entonces recuerdo, con mucho respeto, que carecían de todo”.
La película de Juan Pin procede por acumulación, hasta alcanzar un punto crítico de sordidez empaquetada en crepitante sociolismo. Nuevas entrevistas, trucos publicitarios y artículos propagandísticos en apoyo del estreno añaden declaraciones cuestionables a la loma de desechos.
“Revolución es lucidez”, dijo Alfredo Guevara al ensayista Abel Sierra Madero en 2014. Pero Juan Pin demuestra que la Revolución es más bien idiotez, que se nutre de veleidades y bajas pasiones, de vanagloria y ambición desmedidas. Por eso ningún revolucionario se detiene hasta ser millonario, dueño de todo y de todes. De todo el discurso, todas las canciones y todas las imágenes. Es por lo que tantos poetas, artistas y estrellas de rock han sido, históricamente, guatacas de los poderosos.
A pesar del poder mundano acumulado por estos tristes tigres, resulta lamentable escucharlos hablar tantas sandeces. Cualquiera sabe que en Latinoamérica nadie se quitó nunca la camisa por Cuba: se la quitaban por la dictadura, que es muy distinto. Mientras, la pobre Cuba ha soportado estoicamente la solidaridad interesada de los turistas ideológicos que vienen a aprovecharse de su vulnerabilidad política.
Si algo debe agradecérsele a Juan Pin es haber concentrado todo ese panorama en una hora y pico de anticine, y rescatado para la memoria histórica pasajes inolvidables de la degeneración artística. Su gran mérito es demostrar que la solución del problema cubano pasa por la superación del lirismo revolucionario. Lo que equivale a decir que la contrarrevolución debe estar ahí siempre, universalmente, como la hoguera de las vanidades.
Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.
Se la comió el vate de Cumanayagua. Sigue estrangulando con puntería.