Ilustración: Alen Lauzán.
Madrid. Estación de trenes de Atocha. Hace unos días.
Un amigo me había hablado del hombre, pero yo no le creía. No podía ser verdad.
El tipo llegó con olor a viaje, desesperado por fumarse un cigarro.
Vestido como un cura. De negro. Pantalón de tela y camisa por dentro. Fumaba con desespero y acomodaba su maletín de rueditas pequeño (fácil para moverse de allá para acá).
El Corrector era un hombre disciplinado. El Ministerio de Cultura de Cuba lo usaba para que fuera por el mundo “corrigiendo” la actitud de algunos artistas exiliados, que tenían posibilidades de ser captados de vuelta para aquel infierno.
Por ejemplo: hace unos meses, un famoso pintor de la Isla, que llevaba muchos años en Francia, había mandado ciertas señales en las redes sociales que parecían pedidos de auxilio.
El tipo no la estaba pasando bien y a pesar de que había sido crítico con la Revolución, ahora se estaba repensando la cosa.
El Ministerio de Cultura de Cuba se percató, confrontó papeles con su ministerio aliado (el de la Seguridad del Estado) y juntos decidieron que sí: podía dar muy buena imagen que el famoso pintor X. volviera a la Isla a hacer una exposición y quizá hasta para vivir (en la zona de Alamar quedaban par de apartamenticos dónde se le podía ubicar).
Dar la imagen al mundo exterior de que los artistas cubanos están regresando puede ser una carta blanca chévere, un lavadito de cara mientras están pasando tantas cosas malas.
Mi amigo, que era el que más lo conocía, también me había contado la historia de El Corrector con Cabrera Infante. El ministro de Cultura de Cuba de aquel entonces había mandado a El Corrector con su pasaporte oficial a Londres. Nuestro hombre en Londres. La tarea era sencilla: convencer a Guillermito de que volviera a publicar en la Isla. La historia de Estrella, los bares, la noche habanera podía cambiar el tema de conversación en las calles. Imagínate: ¡Cabrera Infante vuelve a La Habana!
Era un titular bastante elegante, o eso creía el ministro de aquel entonces, que tenía que despachar lo mismo con un torturador que con un aspirante a poeta de Las Tunas.
Por supuesto que Caín le dio una patada en el culo a El Corrector y lo mandó a cagar.
El Corrector era corrector de verdad. Había trabajado en la editorial Letras Cubanas y tenía eso que algunos llaman “el bichito del arte”. Es super curioso porque a lo largo de la vida, cada vez que he chocado con un seguroso, con un agente, todos tienen esa insatisfacción por no haber escrito un poema, dirigido un cortometraje. Coño, es curioso eso: en Cuba artistas y vigilantes andan de la manito.
Bueno, no hablo más mierda. El Corrector llegaba esta vez a Madrid con una misión especial: convencer al famoso escritor Y. de quitar unas 20 páginas de su último libro.
- era un tipo super simpático, que no escribía mal, que era bastante leído en España y que desde hacía un tiempo vivía cerquitica de Atocha, en Paseo de Las Delicias.
- estaba a punto de sacar su último libro. Un libro, en donde le dedicaba un montón de historias al excomandante en jefe.
¿Cómo en el Ministerio de Cultura de Cuba se leyeron el libro de Y antes de ser publicado? Ni idea. ¿Y. mismo lo mandó? ¿La editorial española (que decía que era de izquierda) se lo habría mandado al ministro cubano? No sé. Es algo a tener en cuenta.
La cosa es que El Corrector acabó su cigarro apurado, levantó la palanca metálica de su maletincito y subió la rampa rumbo a casa de Y.
Y lo recibió con cariño, habían coincidido cantidad de veces, en los años del patio de la UNEAC, en lo del Hurón Azul. Le abrió las puertas de su casa, le llenó la barriga con tremendo almuerzón. En el momento del café, después de dos buenos Behikes de Cohiba, El Corrector atacó:
“Coño, mano, el libro está buenísimo, envidia y no sana, qué manera de escribir… pero manito, ¿para qué vamos a meter al caballo? De los muertos no se habla. Todavía hay mucha gente fidelista… quita eso…”.
- le preguntó quién lo mandaba: ¿Alpidio? ¿Abel? El Corrector le dijo que eso daba igual, en Cuba había mucha gente que lo quería, nadie se tenía que enterar de nada, total… si Y. tiene tremenda famita de contestatario por ahí.
Lo mejor era eso: podía jugar con la cadena todo lo que quisiera… El mono estaba muerto. No es nice jugar con monos muertos. ¿Me equivoco?, le preguntó El Corrector.
Y agarró una bocanada de humo y miró la hoja clara del puro. Le preguntó a El Corrector por qué nunca había escrito la novela de su vida. Hubiera sido genial. Imagínate: el libro, el diario personal, de un tipo que iba de allá para acá, por el mundo entero, pagado por el Gobierno de Cuba, con la misión de ir tallando la madera de los artistas cubanos. El hombre que cuidaba la imagen de la Perla del Caribe. El hombre que sabía demasiado.
El Corrector le dijo que sí, que estaba tentado (diciendo esto miró el entorno). Siempre quiso escribir… y mira que tiene cuentos. Cuentos que no se pueden hacer. Cuentos con los moñongos de verdad, con los Carpentier, Lezama… Los duros duros…
Pero no, algo en su interior, no lo dejaba. Siempre volvía. De una manera u otra, en Cuba estaba tranquilo. Había gente que confiaba en él. Viajaba y volvía. Tenía un poco de todo.
- le dijo que se quedara, él le ponía el contacto con la editorial buena, lo ayudaba económicamente. El Corrector podía tener todo el tiempo del mundo para escribir ese libro.
El Corrector fumó y le dijo: “Entonces, ¿quitamos las páginas que son de Fidel?”.
El famoso escritor cubano radicado en España le dijo que sí. Iba a revisar todo el material antes de mandarlo a imprenta.
El Corrector sonrió. Brindó. Hizo el día. Una misión más cumplida.
Agarró su maletín. Las rueditas sucias dejaron dos largas rayas en la alfombra de Y.
La puerta se cerró. Y., ya solo, buscó la manera de limpiar la alfombra.
Cuando la alfombra quedó limpia, Y. se seguía sintiendo sucio.
De vuelta en el tren para Barcelona, donde tenía otra misión, El Corrector se puso a pensar en un episodio que le había pasado cuatro años antes en Bélgica.
En un edificio de Amberes, en una planta 11, vivía un director de cine, que había sido joven (como todo el mundo), que había sido contestatario, que había despertado la curiosidad de muchos allende los mares. El director ya no era un enfant terrible, ya tenía 50 años. El cineasta había caído en una depresión terrible, no había podido dirigir más, no tenía dinero para comer y pagar el alquiler. Todas las noches soñaba con las palmeras de Cuba. En fin, estaba jodido. El mismo ministro peludo le había dicho a El Corrector: ve allá y dile que lo vamos a dejar entrar al país. Que le vamos a buscar un proyecto en el ICAIC. Que él es nuestro.
El Corrector llegó. Habló. Creyó que lo tenía metido en el jamo y siguió como si nada.
A los pocos días, el cineasta se lanzó del piso 11 con unos calcetines amarrados en las manos y una bolsa en la cabeza para no mirar.
El Corrector respiró con fuerza y soltó el aire por la boca. Vio los paisajes de la campiña catalana y pensó en la cantidad de gente buena que estaba muerta.
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