Ilustración: Alejandro Cañer
Una amiga me escribe desesperada porque se ha encontrado en un disco duro que pertenece a su esposo unas fotos del tipo con su mujer anterior. Unas fotos viejas, bien guardadas en una carpeta que estaba muy escondida en la raíz del disco con el nombre de “Evo Morales volveré y seré millones”.
La socia me confiesa que ella también se ha hecho fotos con su marido, pero que lo que más le ha chocado es la cara de placer del bárbaro. En las fotos con la ex tiene una cara de gozo y de placer extremo que con ella no tiene.
En las fotos, el marido está con el rostro embarrado disfrutando al máximo de la entrepierna de la tipa esa.
En las fotos, el marido tiene puesta la tanga de la tipa esa.
En las fotos, el marido tiene la boca pintada y está con el juguete sexual de la tipa esa.
Conversamos un rato y la entiendo: al principio puede ser un gran shock, pero luego; luego le digo que quizás debería montarse sobre ese sentimiento, echarlo a un lado, y disfrutar de esas fotos. Quizá se podría hacer una buena paja.
Mi amiga está negada a disfrutar con eso, o quizá no quiere decirme la verdad.
Le pregunto si se lo va a decir. ¿Cómo encontró esas fotos?
Me cuenta que sin querer, buscando la foto de un cartel de cine, acabó viendo todos los archivos JPG del disco.
Acabado de llegar a España le pregunté a una amiga de aquí: ¿Dónde tú guardas el porno? La chica no entendía. Sí, que si tienes un disco duro con porno o una memoria USB. La española me dijo: “Yo no tengo necesidad de guardarlo porque el porno está en el aire. En el internet”.
Aquello me dejó un poco trastocado: yo necesitaba mi carpeta, en mi ordenador, con las películas, los cortos, las fotos, que más me gustaban. Me había hecho una colección de axilas bastante extensa. Axilas que me habían mandado para calentarme. Brazos levantados. Recogiéndose el pelo. Agarradas al tubo del ómnibus.
Ahora me tenía que acostumbrar a no poseer. Se me había roto la computadora y el disco duro de Cuba aquí no quería arrancar… Ahora tenía que ver el porno en internet…
La primera vez que tengo un recuerdo de chocar con la pornografía fue en casa de un amigo que tenía debajo de la cama una colección de revistas de dibujos pornográficos. En una de ellas había un pene parlanchín. Un pene malévolo que tenía cara de malo y hablaba con las mujeres como si fuera un pillo de la vida, como si se las supiera todas. El pene parlanchín era parecido a ese actor calvo que hacía las películas de los X- Men.
Ese primer encuentro no me calentó. ¿Qué sentido tiene un porno que no calienta?
Si el porno está en el aire, ¿qué pasa con las fotos viejas que uno ha mandado por ahí? ¿Qué pasa con las fotos de pinga que uno ha mandado? ¿Se pierden en el aire? ¿Se las pasan a otras personas?
No sé por qué pienso en un cementerio de fotos de pingas. Fotos de pingas viejas de gente que ya están muertas.
Cuento todo esto porque en cuestiones de pajas, sexo y juegos… siempre nos vamos por lo visual. Hay aplicaciones donde la gente se manda fotos de las pingas, dick pics, fotos de las tetas, los culos, los bollos… Hay gente que colecciona las fotos de sus exparejas bien escondidas dentro de algún disco duro de varios teras, con un nombre raro para que no las encuentren. (“Evo Morales volveré y seré millones”, por ejemplo).
A lo que voy: al sonido.
Una pareja de amigos, que no quieren que sus nombres sean mencionados, tenían grabado en sonido una decena de actos sexuales que no tenían ningún problema en compartir con sus cercanos. Te invitaban a la casa, te cocinaban y luego te invitaban a cerrar los ojos, ponerte un antifaz de esos de aerolíneas y con unos cascos de audífonos puestos debías descargarle a la imaginación.
En el medio de la oscuridad más dura, de la noche más cerrada, del negro negro, del fade a negro del cine, ahí, empezabas a escuchar a dos personas hablando cualquier bobería, de una serie que estaban viendo por ejemplo, y poco a poco se quitaban la ropa. Luego sentías un “sube” que me imaginé que era que se subiera a la cama. Sonido de besos. Se acomodan en el colchón. Escuché un “baja” y luego un “te sabe acidito”. “Dámela”, “aún no”, respiración fuerte. Y silencio. El silencio me calentaba mucho. La imaginación trataba de llenar los espacios… pero seguro que lo imaginado era más fuerte que lo que realmente pasaba.
Hay una vieja leyenda que dice que los miembros de algunas tribus aborígenes se negaban a ser fotografiados por los colonizadores porque las máquinas fotográficas robaban el alma.
Si uno se ha hecho muchos desnudos y ha mandado las fotos, si uno ha compartido sus partes ―un codo, una rodilla, un pie…―, ¿pasa algo con el alma? ¿Uno se desgasta de alguna manera?
El deseo de poseer una carpeta con las fotos de las exnovias, el deseo de poseer a la pareja y que no disfrute con más nadie, solo con uno, ¿Hacia dónde va eso?
A comienzos del siglo XXI, donde tantas cosas están cambiando, ¿se podría decir que hay una cultura del “soltar”? ¿Una práctica de la liberación?
Todo está en el aire, todo es de todos, uno comparte con quien quiera y entrega lo que quiera…
¿Se podría decir que hay una sobrepoblación de la información? Tanta gente en el mundo. Tanta gente haciéndose fotos “sensuales” y mandándolas al aire…
Mucha gente generando contenido. Mucho contenido que pocos o casi nadie quiere “leer”. Poco que descifrar.
Quizá se acerquen tiempos donde lo que se use sea lo velado. Lo oculto. Una axila tapada. Un gran pene detrás de una tela oscura.
Una teta por la oreja.
Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.
Según la leyenda la llorona de Manacas gritaba “tírate del escápate, pappy, que te estoy esperando”
Esto se oía por la pared del cine de al lado