“Pinochet redivivo”: diferencias de plebiscitos en Cuba y Chile

Ilustración: Alen Lauzán

Apenas se conoció el resultado de la consulta sobre la nueva constitución chilena, Gustavo Petro, el presidente de Colombia, emitió un comentario que habría merecido una lectura más sagaz que la que recibió en los medios de prensa internacionales, sobre todo en los momentos en que Cuba acababa de forzar la aprobación de un peligroso Código Penal y se prepara para llevar a referendo un amañado Código de Familia.  

¿Qué quiso decir el exguerrillero electo con eso de que “Pinochet revivió” tras el voto de rechazo a la nueva constitución? Contrastar los procesos plebiscitarios de Chile y Cuba revela ciertos hechos insoslayables que, a pesar de todo, siguen siendo escamoteados por la izquierda latinoamericana, cuando no suprimidos de la gran narrativa oficial. 

Como es sabido, Gabriel Boric inauguró su mandato con una visita al busto de Salvador Allende en La Moneda, y no creo inoportuno preguntar si Boric, el constitucionalista, debió honrar a Allende o, por el contrario, mandar a erigir una estatua al estadista ausente que sometió su régimen a la prueba de fuego del referendo. Pues para nadie es secreto que unas elecciones libres jamás garantizaron, al menos en Latinoamérica, que el político electo sea un salvaguarda de la democracia: un argumento que podría revertirse en el caso del golpista que lleva a consulta popular el estado de excepción impuesto por él mismo. 

En Latinoamérica tenemos los ejemplos de Daniel Ortega, Evo Morales y Hugo Chávez como recordatorios de que el proceso democrático, y no la asonada, es el camino más expedito hacia una tiranía exitosa; y Boric no es tan ingenuo como para ignorar que Salvador Allende fue el precursor de los tiranos democráticamente electos. El Allende que invitó al dictador cubano a pasearse por Chile durante tres semanas de 1972 y denunciar la impracticabilidad de la llamada “opción chilena no violenta”, es el equivalente del Gustavo Petro que invita, 50 años más tarde, al incorregible Raúl Castro a hacer papel de mediador en las conversaciones de paz en Colombia. 

En un discurso del 21 de mayo de 1971, Allende había expresado sus intenciones en términos inequívocos: “Es necesario adecuar las instituciones políticas a la nueva realidad. Por eso, en un momento oportuno, someteremos a la voluntad soberana del pueblo la necesidad de reemplazar la actual Constitución, de fundamento liberal, por una Constitución de orientación socialista. Y el sistema bicameral en funciones, por la cámara única”. 

¿No sería ese Allende antiparlamentario al que Boric juró lealtad en La Moneda? Al cabo de más de medio siglo de ilusiones socialistas, los cubanos, nicaragüenses y venezolanos entendemos perfectamente lo qué significa esa “cámara única” —como, al parecer, también lo entienden los chilenos—. Lo cual explica por qué Petro obtuvo el apoyo del filósofo Slavoj Žižek para su campaña presidencial: la nueva izquierda propone el relanzamiento de lo que Žižek llama las “causas perdidas”, de las que el allendismo, en sus versiones modernas, es la más exitosa de todas.

Pero, si en el reciente plebiscito chileno la voluntad del pueblo prevaleció en el rechazo, se debe, más que todo, a dos consultas trascendentales ocurridas en el Chile de Augusto Pinochet: la de 1980, que llevó a votación la Constitución “de la dictadura” (una contradicción de términos, a la luz de posteriores enmiendas democráticas), y la de 1988, cuando se consultó a los chilenos sobre la conveniencia de poner fin al estado de excepción. Solo en ese sentido Petro tiene razón, pues si el plebiscito de Boric consiguió algo fue reavivar una tradición legalista que parte de Pinochet, y no de Allende.

Que tales consultas hayan ocurrido después de siete y 15 años, respectivamente, del golpe militar del 11 de septiembre de 1973, se nos antoja a los cubanos, contra el telón de fondo de un nuevo y draconiano Código Penal y 70 años de violencia institucional castrista, una aventura en el reino de lo real maravilloso. 

Si fuera cierto que la tradición democrática latinoamericana y el recurso de las consultas ciudadanas son característicos de regímenes militares de derecha que llegaron, uno tras otro, a destetarse del poder y abrir espacio a los nuevos actores políticos, e incluso a evolucionar hacia el destape y la completa restauración cívica, y que lo contrario es cierto del castrismo y sus epígonos, a los que ha resultado imposible desbancar por el plebiscito o la protesta, entonces la historia de Latinoamérica está definitivamente patas arriba y no será de los historiadores jala levas de quienes debemos esperar la transvaloración que logre volver a ponerla sobre los pies. 

En cuestión de dos años, las protestas callejeras chilenas lograron un cambio de paradigma que elevó a uno de sus jóvenes líderes a la presidencia de la República, en consonancia con la tradición de relevo democrático que va de Augusto Pinochet a Sebastián Piñera. Cuando Boric y Petro hablan desdeñosamente de la “constitución de la dictadura”, se refieren a una “constitución de fundamento liberal” como la que tanto preocupaba a Allende, y que los neoallendistas siguen empeñados en reemplazar por una fidelísima “cámara única”.

También en Cuba hubo protestas multitudinarias en 2021, que se han desbordado hasta el año en curso, y esos enfrentamientos respondían a la misma necesidad de renuevo que en cualquier otra parte de Latinoamérica. Pero el castrismo aplastó a sus críticos, y los jóvenes indignados que debieron suceder a los milicos y convocar una asamblea constituyente que sustituyera la ley marcial de nuestra dictadura, han sido encarcelados, desterrados y desaparecidos. El resultado de las protestas del 11-J es el estado de excepción institucionalizado por un Código Penal y otro de Familia que criminalizan la desobediencia civil. 

En trágico contraste con las consultas populares de Chile, cada uno de nuestros plebiscitos ha quedado a la vera del camino: así el convocado por el escritor Reinaldo Arenas y el pintor Jorge Camacho en 1990, y también el Proyecto Varela de Oswaldo Payá, que terminó costándole la vida al mismo convocante. La excentricidad del caso cubano, que Boric y su cancillería se resisten a denunciar, quedó demostrada en el hecho insólito de que un Código Penal que legitima la violencia de Estado fuera sancionado, casi unánimemente, por el único pueblo de América Latina que se niega a sí mismo el derecho al rechazo. 

 

Las opiniones expresadas en esta columna representan a su autor/a y no necesariamente a YucaByte.

Néstor Díaz de Villegas es un poeta y ensayista cubanoamericano. Ha colaborado con Letras Libres, El Nuevo Herald y The New York Times. Creador de Cubista Magazine y NDDV.blog. Reside en Los Ángeles.
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