Ilustración: Julio Llópiz-Casal
Allá por el año 1966, algunos cubanos afortunados recibían una revistilla española doblada en dos, embutida en un sobre de papel estraza y estampada con sellos de correo que llevaban la jeta del Generalísimo Francisco Franco.
Recuerdo la noche en que alguien sacó del bolso el más reciente número de aquella publicación. Estábamos en la cocina de mi tía Ada cuando la revista fue sacada del sobre, abierta y hojeada rápidamente, pasando por encima de anuncios de jamones, corridas de toros y píldoras de violetas, hasta llegar a la sección de “Cultura”.
Entonces, el dueño de la revista apuntó con el dedo la fotografía de cuatro jóvenes que llevaban cortes de cabello de un estilo que entonces llamaban “medieval”.
Una familia entera apiñada alrededor de una revistucha impresa en papel malo e ilustrada con cromos baratos, cada pariente empujando y metiendo cabeza para admirar el portento moderno de un cuarteto de adolescentes melenudos. Yo tenía 10 años y me alzaba en puntillas. Lo que atisbé entonces no lo olvidaré jamás: ¡eran Los Beatles, los famosos Chicos de Liverpool!
El nombre de la revista era Carta de España. Más tarde supe que había sido fundada en 1960 y que era editada por el Ministerio de Trabajo e Inmigración español, y que “su propósito inicial era mantener vinculados a los emigrantes españoles, dispersos en el mundo, con la Madre Patria”.
A propósito de Carta de España, una vez encontré este párrafo en una publicación ibérica: “Al régimen gobernante le interesaba mantener vinculados a los emigrantes con sus raíces, no tanto por motivos humanos o patrióticos, sino sobre todo por sus remesas de divisas, enviadas para ayudar a sobrevivir a sus familias y que nivelaban la balanza de pagos”.
Los cubanos de los sesenta éramos incapaces de nivelarnos a nosotros mismos, mucho menos la balanza de pago de nuestros parientes peninsulares. En cambio, Carta de España logró inclinar decididamente la balanza de nuestra conciencia cívica y cultural. Para empezar, comprendimos que el Generalísimo Franco y su Ministerio de Trabajo no estaban censurados en Cuba, que tanto su revista como su filatélica efigie entraban a la isla a pesar del estricto bloqueo de información.
Más importante aún fue saber que Los Beatles no estaban prohibidos en España, donde nos decían que gobernaba una dictadura. Que al menos el papel cromado, los turrones, la sidra, así como los magníficos títulos de Tusquets y Seix Barral circulaban libremente bajo el fascismo. Eran esas las buenas nuevas que Carta de España llevó a los niños de la desinformada Cuba castrista.
No solo era que Los Beatles no estaban prohibidos, sino que en la España franquista floreció una especie de “pop gallego”, con bandas como los Formula V, Los Brincos, Los Bravos y Los Mustangs, que tuvimos que oír a la fuerza, y que suplantaron con sus mediocres producciones las maravillas de la alta cultura popular inglesa y norteamericana de la época.
Francisco Franco y su Ministerio del Trabajo e Inmigración fueron, tal vez sin proponérselo, nuestros primeros liberadores. Fueron ellos quienes nos suministraron los autobuses que aliviaron las necesidades básicas del transporte urbano de los setenta, algo no igualado en épocas posteriores. También sin proponérselo, el general gallego nos comunicó su liberalismo en el momento más oscuro de la represión intelectual en la isla. ¿Habrá que recordar que Tres Tristes Tigres, de Guillermo Cabrera Infante y varias de las novelas de Severo Sarduy vieron la luz bajo el franquismo, y que esos autores continúan proscritos en Cuba?
La Cuba moderna y libertina que poco tiempo atrás fuera el destino de paupérrimos inmigrantes en alpargatas de esparto, ahora se aglomeraba, hambrienta de noticias, en la cocina de una familia dividida, para robar un atisbo de Los Beatles por cortesía de Francisco Franco.
Cuál no sería entonces mi asombro al ver a los españoles, medio siglo más tarde, profanar los monumentos funerarios franquistas para levantar con sus piedras un memorial al gallego equivocado.
Mercenario y enemigo de la independencia, compinche de la United Fruit Company, explotador de braceros haitianos, bandido y cuatrero, violador de domésticas indefensas y genitor de una dinastía de dictadores: la cuna de Ángel Castro en Láncara nunca debió ser remozada, sino enviada, piedra por piedra, a La Habana, como otra Carta de España, y dejar en manos de cubanos la responsabilidad histórica de a qué gallego levantar un monumento.
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