Georgina Herrera, la solitaria

Ilustración: Julio Llópiz-Casal.

Era una premonición: el mismo día, en que el escritor y ensayista Alberto Abreu publicó en Facebook un post donde reclamaba que, entre los homenajes de este año, no había sido incluido el 60 aniversario de Ediciones El Puente (1961-1965), fallecía la poeta Georgina Herrera (Jovellanos, 1936-2021). Ella perteneció a una generación contracultural incómoda para los nuevos relatos heterocentrados del Hombre nuevo en la Isla, defensora de “la creación desde una posición autónoma con respecto a las intransigentes líneas estéticas oficiales”. Entre esos jóvenes, quienes se encontraban los poetas José Mario Rodríguez, Ana María Simo, Rogelio Martínez Furé, Miguel Barnet, Nancy Morejón, entre otros, en esa marginalia, guarida de sexodisidentes, racializades, se dio a conocer Herrera con su primer poemario GH (1962). 

Acaba de expirar el último aliento de Yoya a los 85 años, cuya obra espera ser aún situada en el altar que ocupan las voces más genuinas de la poesía cubana. Una deuda no saldada todavía. La potencia de sus imágenes, la imantación a un  universo afrocubano y mítico, negro y familiar, acendrado como otases, contiene el vaciado de voces ancestrales, para que la escuchemos prístina, para molestar en el zapato de los amos blancos, con la fuerza de su voz. Herrera manejó el lenguaje como un talismán protector a los suyos y la memoria frondosa de la ceiba, del dolor, del olvido, que sobre eso sabía mucho.

Cuando uno se aproxima a su poesía, la voz femenina establece el centro vital, que re-coloca a las mujeres negras sobrevivientes del olvido, el machismo, el racismo, para curar(se)las de las violaciones, y arropar(se)las de y con los despojos sistemáticos de la colonialidad. Más que poemas, simulan rezos o cantos en una lengua extinta, de otros ararás, y en que la autora recupera la métrica y temas esenciales para instaurar un palenque de sororas. Herrera rezuma firmeza y ternura a la vez, eso se expresa en su escritura toda también.   

Sin embargo, Georgina Herrera no solo fue la poeta negra rebelde, sino además dejó una estela de afectos entre activistas antirracistas, por la honestidad de sus ojos brillantes. Su obra sustenta, a la par de su activismo, una denuncia en contra de las desigualdades raciales y de género en Cuba. Leer atentos sus poemas es también un acto para comprender la sensibilidad de una mujer que, hasta sus últimos días, fue alejada del reconocimiento, de la parafernalia y la pompa vacua del oficialismo. Ejemplo tristemente de ello lo constituye no haber recibido el Premio Nacional de Literatura, a pesar de tener una obra propia que la avalaba con creces para su posesión. Este desliz institucional, empero, suele iluminar en la dirección inversa y exponer las flaquezas de los decisores.

Héctor, Alexander y yo, hermanos en la lucha antirracista, estábamos pendientes de su salud, desde que entró al hospital. A su salida, me decía, no volvería a posponer la visita que le debiera, desde que la pandemia nos obligó a limitar los abrazos, los afectos. Por eso pedí a la Virgen y a los santos protectores que la cuidara, la mantuviera firme. No me sorprendió, entonces como tampoco ahora, que tanta gente linda se nucleara para saber de ella, para seguir el curso de la enfermedad. Su hospitalización creó una red de solidaridad. No podía ser de otro modo, Yoya era también madre tutelar de muchas personas, y constelaciones. 

Vuele lejos, Reina dahomeyana, que usted fue la que estuvo aquí, la que sobrevivió, la fuerte, la solitaria… 

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